Canto al vino nuevo (I)

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

 

  Palabras de celebración del vino nuevo de Montilla. Cosecha 2018

 

¿De qué ha hablado el hombre más a lo largo de su historia: del amor o del vino? ¿Del cielo con su sol, sus nubes y sus rayos o del vino? ¿De qué ha disfrutado más, del sexo o del vino?  ¿Con el pan o con el vino? ¿Quién ganó, la tristeza o el vino? ¿La muerte o el último trago?

No son preguntas retóricas. Porque el vino es el elemento que saca al hombre de su drama: el que le impide implosionar pronto y joven; el que diluye la mala sangre y el tormento que se apodera tan a menudo de nuestras almas. Es un curativo universal, la medicina natural más mágica que la evolución humana dejó en nuestras manos y a nuestro cuidado en esta parte del mundo que rodea el Mediterráneo.

El vino no es la llave del vicio; esa droga vidriosa y maligna vino después, cuando nuestro desconsuelo fue tan grande que no pudieron aliviarlo ni los hombres sabios ni los dioses, y nos agarramos a su dulce perdición como niños abandonados.

El vino permite que nos confesemos a nosotros mismos en armonía y parsimonia; y abrazar al amigo sin el corsé del reparo o la costumbre. El vino abre la puerta de nuestro yo más hondo y afable, el que nos conecta con la bondad, la generosidad, la alegría (la fiesta) imprescindibles. Tiene el efecto del sol sobre el condenado cuando lo redime de la humedad y las sombras, y del animador más potente de nuestros sentidos. Todo adquiere otra dimensión, la de la miel, cuando nos acompaña en su copa serena y cuando el espacio entre él y nosotros está repleto de hombres libres, amigos y buenos.

 

Filigranas bizantinas

 

El vino, todo el vino, todos los vinos del mundo con los que me he tropezado (o me han buscado) han sido amigos míos. Incluso los muy malos, pues hasta el vino rejargal tiene sus bocas abantas. Los vinos que más he amado, los que más quiero y protejo en la memoria, son el que hacía mi padre y el que me ofrecéis en Montilla. A partir de sus primeras gotas tan transparentes, tan verdes como oros, empezó todo. Porque no ha habido mesa en torno a la que me haya sentado que no haya acudido el vino de haberlo; ni el pan y el agua. Y en los mesones musulmanes abstemios que nunca lo ofrecen, compartí un día y dos y tres (y un milenio) de tiempo con Azzis sus cuentos tranquilos relatados en su español del Rif sobre las grandezas que atesora la oveja, tan esenciales como el agua, tan imprescindibles como la palmera.

No hay bar que no enseñe algo. Ahora recuerdo ese vino ligero, un punto áspero, tinto claro que tomé en una de las trattorias romanas del Trastevere que frecuentaba Alberti. El primer trago me llevó a su “Ángeles Colegiales”. “(…) Solo sabíamos que una circunferencia puede ser redonda/ y que un eclipse de luna equivoca a las flores/ y adelanta el reloj de los pájaros. /Ninguno comprendíamos nada:/ ni por qué nuestros dedos eran de tinta china/ y la tarde cerraba compases para al alba abrir libros…”. Allí había bebido y vivido Alberti exiliado tanto que seguramente por ello mis ojos se extasiaron ante los restos dorados y algo felinos de las filigranas bizantinas en el techo.

Recuerdo la noche que Walter Haubrich, embajador de los vinos de Montilla y ya fallecido, me invitó a su casa para tomar una botella de vino blanco y suave de su Coblenza natal. Y el nero d´avolatan intenso como el vino legionario romano, con el que nos obsequió en un chiringuito de Agrigento un pirata del Egeo, derrotado al fin en camarero, y que todos llamaban Cesare. El vino mayor de Alejandro Fernández, el Pesquera que nos descorcharon en un restaurante de ricos en Caracas tan bien cuidado como el pequinés de las emperatrices chinas. Y hasta en el aeropuerto JFK un guardia de aduanas, apellidado Netto, se apiadó de nosotros ofreciendo un buen trago de vino a granel de su Apulia que conseguía en una bodega de Long Island.

No sé por qué, pero el vino que tomamos fuera de España es el que mejor queda sellado en nuestra memoria. Hace dos años, en la ciudad vietnamita de Ho Chi Ming, en un restaurante de corte alemán, dudábamos qué vino pedir sobre todo porque todos eran caros o muy caros. Y en especial el Castillo Ygay español que bebían disfrutando tres o cuatro chinos jóvenes, al parecer con pasta, sentados alrededor de una mesa justo al lado. Los miramos, nos saludaron y en medio de ese tiempo de duda que aprieta, atenazados por la indecisión y la posibilidad de equivocarnos al pedir un tinto sudafricano más barato, el camarero (“alemán no, de Holanda”) nos sorprendió con la noticia de que nuestros vecinos de mesa nos invitaban a una botella de Castillo de Ygay.

 

Poema de Rilke

 

Algo similar ocurrió en Buenos Aires. Sus buenos vinos, o los que ellos más valoran, proceden de varietales franceses. Pero, a diferencia de nuestros vecinos del norte, los suelen ofrecer exigentes, subidos de acidez y muy personales. En eso se parecen bastante a sicilianos y griegos. Vinos para abrir la boca como el pez que busca el aire ante la asfixia. Allí peleaban dos denominaciones: Mendoza y Tucumán. Al final ganó Tucumán. Patriarca creo recordar que se llamaba aquel vino.

No hay cosa más emotiva que descubrir un nuevo vino y que, además, te guste mucho. Es algo así como si ves a una mujer que te zarandeó con su belleza en un acto social y al cabo logras cruzar unas palabras con ella.  Así me ocurrió con un blanco de Alsacia en el viejo restaurante Coque, de Humanes. No soy de otros blancos que los nuestros, los del sur, pero este me tocó en el centro de las emociones con su sabor a río frío deslizándose por una pizarra helada y seca. El insospechado sorbo de aquel blanco era como disfrutar del mejor poema de Rilke después de una noche enamorada.

Cuando sentí en el alma los Valbuena, no sabía que existían. Era muy joven e inexperto en tintos y en casi todo. Iba por el mundo a tientas con los ojos de par en par.  Aquello ocurrió en Peñafiel, en una de sus bodegas subterráneas. Tortilla de patatas, lechazo, ensalada, pan y una jarra de aquel vino. Entonces no soñaban siquiera llegar a ser la cuarta parte de lo que han llegado a ser. Creo estar seguro que desde aquel momento me agarré al vino tinto de por vida.

 

El paraíso en verde

 

Luego, aquella afición se hizo costumbre (hoy creo que ya es cultura) con los vinos que ofrecen al periodista en tantos encuentros informativos de los años setenta y ochenta de Madrid. Un almuerzo convocado por el entonces ministro de Interior, Rodolfo Martín Villa, en un mesón de la calle Fuencarral que ya no existe, me descubrió el viejo Viña Tondonia, y a partir de él, fui descubriendo la enorme panoplia de bodegas que regala al mundo la llanura más necesaria de nuestro país. Encaramado en las murallas de Laguardia, en un día claro de mayo, uno puede ver la promesa del paraíso en verde más emocionante de la tierra.

España siempre fue vino: la mencía del norte leonés que sacaba a las legiones romanas allí acantonadas de su modorra; la blanquilla de Medina, cuyos vinos llenaron los toneles que viajaban en carabelas y bajeles hasta América; los jereces y de montillas que enamoraron al protestante, y el genovés y el holandés embarcaban en el puerto de Cádiz. En los comienzos del siglo XX, la filoxera, las guerras y nuestra ruina arrumbaron casi todo, dejando campos y bancales a merced de tanto abandono que la jara se comió al sarmiento. Pero en las últimas décadas renacen y llenan las nuevas sacristías del vino de milagros crecientes.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

2 comentarios en «Canto al vino nuevo (I)»

  1. Hermosos textos. Si fuesen sólo descripción ya serían válidos como recorrido, pero les faltaría el sentimiento. El vino puede ser el bálsamo de Fierabras para los desahuciados, pero es el agua de vida que rieg la memoria, aunque ya no se beba.

  2. No se podia abrir el nuevo año, sin un canto al buen gusto y el placer de dioses, el buen vino. Esta loa augura buenos tiempos para la buena mesa y la buena bebida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Cerrar

Acerca de este blog