Cuento de Navidad | La virgen de las llamas

El taxista le dijo que están llegando a Madruga. A Johannes -bueno, a Juan- se le acumuló el desasosiego. Ahora sentía un ahogo punzante en el pecho y la garganta. No respondió al conductor que buscaba sus palabras en el espejo retrovisor. La gran curva, que mordía más de lo razonable la enorme ladera poblada de pinos, desembocó en un pequeño puerto desde donde se divisaba el pueblo. Johannes  -“Juan, aquí soy Juan, nací en este pueblo”- pidió al conductor que se detuviera un momento. Necesitaba respirar y hacer de cuerpo. Pero no le dijo nada. Cruzó la carretera y se ocultó tras unos arbustos espesos. Allí respiró hondo e hizo lo que hizo. Observó la parte del pueblo en flecha que asomaba a su derecha. Era una larga hilera de casas adosadas de los maestros y la mole escolar de ladrillo borroso que un día fue de un amarillo apagado.

– Vaya despacio por el pueblo, no sé si recordaré dónde está mi casa.

– No se preocupe, dígame el nombre de la calle y el número y este -mostró el teléfono meneándolo como si fuera un sonajero- nos lleva.

– Ya, ya, pero quiero ver si recuerdo cómo se llega.

– Por aquí no, gire a la derecha y siga por esa calle en cuesta.

Se extraviaron y acabaron saliendo del pueblo por la comarcal que lleva a Zumaque, el pueblo de las aguas.

– ¿Pongo el teléfono en marcha?

– Sí, gracias, ahora estoy perdido.

En dos o tres minutos, estaban en la puerta de su casa, Virgen de la Amargura, 22. Se bajó del taxi y miró a su alrededor. Buscaba a Petra. Le había dicho por teléfono que le estaría esperando en la puerta de la casa o dentro de ella. El taxista –“Marcos, de Almodóvar, a su disposición”- sacó la maleta oscura y grandota, una bolsa de plástico con regalos y la mochila verdosa y fuerte que siempre colgaba de su hombro izquierdo. Posó todo en el umbral de la casa. Juan le dio los 250€ convenidos y lo despidió serio y un tanto molesto con un apretón de manos. Antes de sentarse al volante para regresar, le despidió con una frase que Juan entendió como una sentencia: “Que todos los recuerdos que le vengan sean buenos”.

 

Aquella era su casa.

 

La puerta de la casa de dos grandes hojas de tabla de abedul bien cascada y como cenicienta, estaba encajada. Empujó levemente, pero antes de abrirla buscó con la mirada de nuevo a Petra. Dónde estará, pensó, y notó un asomo de abatimiento. Abrió la puerta y sus ojos se posaron en la candela rojísima que prendía mansa al fondo. Reparó en cómo se le abría el corazón. Buscó la llave de la luz en la espaciosa entrada de la gran cocina. La encontró junto a la alacena de puertas de madera calada redonda y un tanto mugrienta. Limpia pero sucia, pensó. De ella brotaba un rugoso cordón de cable trenzado que subía hasta la alfarjía y desde la altura daba vueltas por las paredes de toda la casa. La iluminación de la cocina procedía de una lámpara de hojalata, que un día debió de ser dorada, suspendida a modo de ritual desde el techo.

Aquella luz le transformó. De inmediato, se sintió de aquel lugar: había nacido allí, aquella era su casa. Observó la mesa de madera grande con un hule azulón muy tieso próxima al hogaril del fuego; a su madre mondando patatas sentada en una silla de enea bajita y a su padre arrellanado en el suelo sobre un saco harinero doblado enristrando ajos. Y también sintió el olor de la cuadra contigua que ahora no existía. El techo estaba igual que durante su niñez. Bueno, no. Recordó que lo habían arreglado hacía unos quince o veinte años. El abandono de una casa cerrada, las lluvias con sus humedades, los vientos, los gatos, los pájaros y las ratas lo habían cuarteado todo.

Petra -86 años, regordeta, toda disposición y alegría- se presentó con un alarido: “¡Juan, qué alegría de verte! A ver, a ver cómo estas”. Y se abalanzó sobre Juan con todo su cuerpo pequeño, rechoncho y macizo. Se excusó por no haber estado esperándolo. Estaba al cuidado de su biznieta Isi; se la habían dejado porque en la casa de su hija Araceli todos estaban con gripe.

A Juan se le escaparon unas lágrimas. Reconoció a Petra en su totalidad; le emocionó su abrazo sentido y lleno de amor. Había sido la mejor amiga de su madre, a pesar de que era ocho años más joven que ella. De alguna forma verla, o mejor sentirla, le llevaba a ese regazo imaginario que observamos en todas las madres. Por primera vez desde que partió de Alemania se sintió bien, conforme, arropado, reconocido y querido.

– Son casi las dos, Juan, tengo preparada la comida en casa. Coloca tus cosas y vamos, comemos allí.

Juan no recibió del todo bien la invitación. Quería quedarse en su casa más tiempo; percibía que aún no se había encontrado del todo con ella; necesitaba abrigarse con sus paredes y recordar. Además, la candela había caldeado el ambiente.

– ¿Por qué no comemos aquí? Tráete la comida y a la niña, yo te ayudo.

Petra tuvo una cierta confusión. Traer la comida y mover a la bebé con lo que desaloja era demasiado lío. Observó los ojos de Juan. Anhelaban, rogaban. Su mirada era toda una súplica.

– Pues claro que sí. ¡Ayúdame y lo traemos todo!

Fue fácil y rápido. Petra vivía en el número 21 de la misma calle, casi enfrente de la casa de Juan.

Comieron despacio, muy lentamente. Ensalada de col muy picada con sofrito de ajos, ensaladilla rusa y un plato de pijotas fritas. Y hablaron más de tres horas. Hasta que el llanto de la pequeña interrumpió su conversación. Juan le contó, como a ráfagas, algunos de los recovecos de su vida que Petra no podía saber como tampoco él conocía que su madre, Felisa, se carteó con Petra hasta su muerte. Juan había tenido una vida de trabajo cómoda y alegre hasta que “pasó lo de Ulrike”. Durante décadas se olvida del pueblo, de su niñez en España, de los amigos que tuvo, de los juegos y la escuela. Los recuerdos que le venían muy de tarde en tarde eran pocos y bastante lastimosos. Los fríos y el calor enorme de los veranos en el pueblo, el pan duro y el trozo de tocino de costumbre, la perra siempre preñada… A fuerza de no recordar, llegó casi a olvidarse de ese tiempo tan trascendente en la vida de una persona que va desde su nacimiento hasta la adolescencia. Se fue con doce años de la mano de su madre un día de marzo camino de Bochum.

 

Malherido para siempre.

 

– ¿Te acuerdas del taxi negro tan grande que os llevó desde esta casa hasta la estación de tren?

– Sí, ¡cómo no me voy a acordar!

– Todavía no me explico cómo pudo pagar tu padre aquel dispendio.

Fue a la escuela con otros niños y jóvenes españoles, italianos, portugueses, griegos y hasta turcos. No tuvo gran problema para cogerle pronto el tranquillo al alemán. Era un niño alegre que destacó jugando al fútbol. Era resistente, ágil y flexible, y tenía una zurda de seda (linke seide). La vida del emigrante pobre, también en Renania-Westfalia, era oscura y agobiante, en especial para sus padres que siempre vivieron en Alemania como si estuvieran de paso, extraños y provisionales. Con miedo.

Su padre trabajó desde el primer día en la mina de carbón. De picador numerosos años, y en los lavaderos después. En el año 1989 ya estaba jubilado y bien jodido. Pudo comprar una casa cómoda y asegurarse una buena pensión, aunque por dentro y por fuera estaba muerto desde el día que salió del pueblo.

La vida de Juan, en el distrito de Linden y más tarde en su casa de Rimke, no fue igual a la de sus padres. Él siempre se sintió joven y animoso. Vivía y disfrutaba mucho más y mejor que sus padres. No tuvo que bajar a la mina. Terminó pronto, con nota y brillantez, una maestría de delineación industrial, y sus trabajos fueron siempre de oficina y camisa limpia. Pero todo se derrumbó cuando murió su hijo Ulrike. Una tragedia que se expande, dura y acerada, en círculos a través del tiempo y daña todo lo que toca su onda.

– ¿Qué pasó realmente, Juan? Tu madre no pudo contarme nada en claro: levantaba el teléfono, nos saludábamos y se ponía a llorar hasta que, cansadas de sufrimiento, una de las dos colgaba.

– Mi hijo Ulrike era una joya. Vital, inteligente, estudioso, guapo… Iba a terminar la carrera de Ingeniería Electrónica en la Universidad del Ruhr, de Bochum. Yo lo adoraba y era la pasión de su madre, Xulia, alemana como sabes. Se metió en política, pero en la peor, esa que es clandestina, utiliza las armas y le da al gatillo. Yo sabía que estaba muy comprometido, como también su madre, pero nunca alcancé a pensar que formaran parte de un grupo terrorista ¡los dos! Ulrike murió a los 19 años de un tiro en la frente mientras trasteaba con una vieja pistola de su abuelo nazi en un escondido almacén donde practicaban el tiro. Sus compinches le dejaron exangüe en la puerta de nuestra casa a medianoche. Llovía a cántaros. Oímos unos insistentes timbrazos y de inmediato el ruido de un automóvil que arrancó con furia. Habían dejado el cuerpo de mi hijo en la puerta de casa. Agua y sangre; y su cara, tan bella antes, destrozada. Salió en toda la prensa. Hasta me sacaron en televisión para llamarme el padre español del terrorista. Yo, claro, no tenía nada que ver con todo aquello, pero Xulia sí. Fue su madre la que animó, encubrió y aleccionó a Ulrike sin que jamás me percatara de nada. Solo conocía, porque era evidente, que los dos eran muy de izquierdas, pero nunca pude imaginar hasta que extremo. Con su muerte se destapó todo. Formaban una célula de la banda Baader-Meinhoff integrada por varios jóvenes; detuvieron a cinco y Xulia era la jefa. ¿Quién podría pensar que la hija de un nazi tirara por un camino tan opuesto al de su padre? Él había muerto en una cárcel cercana a Dusseldorf en 1968. Pero ella no. Salió de prisión catorce años después. Había arreglado todo para no verla jamás. Hace años que conseguí borrar su rostro de mi memoria.

– ¡Por dios, sabía que habíais pasado por una tragedia pero no tan grande!

– Sí, la muerte de mi Ulrike y sus consecuencias remataron también a mis padres y a mí me dejan malherido para siempre. Creo que me mantuvo, y aún me sostiene en pie, la alegría de nacimiento que me acompaña, la manera de ver el mundo siempre de color. A eso que aquí llamáis el buen ánimo, ¿no?

 

Algo extraordinario.

 

Acompañó a Petra a su casa con la bebé en sus brazos. Olía a lechecita y colonia de jazmines. Volvió pronto a la casa con huevos, un buen trozo de pan, naranjas, café y un litro de leche en tetrabrik. Anochecía. Abrió la puerta de la habitación, compuesta del mejor y más austero mimo rural, para que entrara el calor de la lumbre. En un rincón, un perchero de madera repujado y oscuro y, a su lado, la mesilla de noche mínima de parecido color. En el cajón, una estampa de su primera comunión manchada de humedades y un tomo de El Quijote color tierra raído, o quizás roído, por sus bordes.

La silla era baja, ancha y cómoda. Frente a la candela, atrapado por su flama y la abducción hipnótica de las llamas, se encontró bien: estaba a gusto. Sacó el móvil del bolsillo con el distraído interés de ver si alguien le había llamado, o quizás tenía algún mensaje. Nada. El teléfono no tenía cobertura. Solo pudo observar la imagen de Rüdiger, jugador alemán del Real Madrid, que ahora tenía como salvapantallas. Es una costumbre que tiene desde que el teléfono también es imagen. Los jugadores alemanes de moda, o más en forma, rotan por su pantalla en tanto que se mantengan grandes.

Sonrió por dentro y se dejó atrapar por la seducción de las llamas. Estaba hechizado y dispuesto a soñar cómodamente en la silla. Removió el tronco de encina que da vida al fuego más necesario, y se refociló contra el respaldo de la silla observando satisfecho el fuego. Una llama azul oscura grande y vibrante al fondo del hogaril arropa y protege a otras varias encarnadas, amarillas y blancas. Forman figuras realistas o abstractas de manera intermitente y caprichosa. El fuego se transforma en un incansable artista. Si te dejas abducir por él y fuerzas la imaginación, puedes encontrar todo en sus filigranas.

Así que algo extraordinario le sucedió a Juan. Llegó a ver – ¿se le apareció, quizás? –  la imagen de una virgen que lloraba lágrimas de pétalos. Cada una de sus gotas de color estrelladas, ovaladas o redondas lanzaban en ráfagas un recuerdo de su niñez; imágenes rayadas de Madruga; caras olvidadas de amigos de la infancia; el frío que le perseguía hasta los tuétanos; el alboroto de sus primas y hasta un día de baño.

Escapábamos hasta el río como niños en estampida. Tortolillos mal alados, pero bien de piernas, corriendo a la fuga en la busca de los charcos y sus sombras de adelfa. En el camino, el tropiezo con un guindo tardío donde merendar colgados de sus ramas como cabritillos avarientos”.

“El milagro de Elena sentada junto a dos amigas en el umbral del Ayuntamiento. Su pelo castaño brillante recogido en su sien derecha con una pinza invisible; sus ojos claros vivísimos que acusaban mi mirada. Ella con vestido blanco y amarillo, y yo como un idiota esperando que descruzara las piernas para descubrir el cielo”.

“Un día en la escuela. O dos. O tres. O cientos. Con un don Enrique, el violento, que arroja la vara de pegar como una jabalina contra todos nosotros. O el otro don Enrique, barrigón e indolente; el rey de las muestras y el ‘abran la enciclopedia y estudien’. También don Jesús, una especie de Quijote cuando aún no conocíamos las andanzas del atormentado hombre de la Mancha. Enjuto, moreno, delgado y sonriente siempre. Con bigotillo entrecano. El primer maestro que nos dio a entender que nosotros los niños también éramos personas. Doña Roberta, la profe que me miraba con extrañeza y rechazo hasta que un día leí en clase una redacción de encargo. ‘Mira el positivista, hasta sabe escribir’, afirmó. Más tarde leí en que la enciclopedia no ponía bien a los positivistas”.

“Saltando sobre las llamas amarillas, vi las caras de algunos de mis amigos de la infancia; su sonrisa de pillería; el vértigo feliz con el que vivíamos siempre; las zozobras compartidas; la excitación que nos producía hacer pequeños destrozos, y cómo soportábamos, o sorteábamos, el miedo que nos producía la violencia en tantas miradas de nuestros padres o los chicos mayores, de los municipales y hasta del Cura Amenazas”.

 

Un río de emociones.

 

Así, de aventura en aventura, me quedé dormido. Muy de madrugada desperté arrecido. La leña de encina era toda una pavesa; entre sus cenizas solo despuntaban algunas brasas declinantes y flotaba un cierto olor a carbonera. Quise echarme en la cama pero estaba helada. Avivé el fuego con jara seca y más leña. Al poco, me volví a dormir sentado en la silla y enrecelado con una manta picona de cuadros.

Desperté pasadas las diez de la mañana. Petra había dejado sobre la mesa un bol de café y dos buñuelos enormes regados de miel de otro siglo. Desayuné como Alejandro Magno el día que entró victorioso en Babilonia. Nada más dar el último sorbo de café, tocan -o mejor, golpean- la puerta con el llamador de hierro en forma de puño que zurra como la coz de una bestia. Abrí. Me recibió la sonrisa astuta, abierta y complacida de un hombre menudo que yo conocía pero no acertaba a ponerle nombre. Barba enredada y pelicana; estatura justa y ancho de hombros.

– ¿No me reconoces? Tampoco yo te hubiera conocido de no haberme informado Petra que habías venido y estabas en tu casa.

Juan rompió a llorar de alegría y le abrazó con un gran apretón entre un pujeteo creciente. Su voz, su hablar inconfundible, le trajo su nombre entre un río de emociones. Era Fin, el niño más travieso del pueblo, su inteligente y más fiel amigo de la infancia y ahora sabía que de siempre.

– ¿Cómo estás, Juan?

– En la gloria.

Fotografía
Collage de Paula Nevado

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