Acabamos de asistir al segundo entierro de Franco; un tercer sepelio, el político, no se produjo aunque la mayoría lo dimos por hecho aprobada la Constitución del 78, y sellado para siempre tras el fallido y esperpéntico golpe de Tejero. El largo trecho de tiempo (más de un año) que media entre el anuncio del presidente, Pedro Sánchez, de llevarlo a cabo y su materialización, nos da una buena pista de lo complicado que es tratar con las momias (y memoria) de los dictadores.
El nuestro no es un caso singular. Si lo comparamos con las peripecias de otros sátrapas contemporáneos como Mussolini, Tito o Ceaucescu, por ejemplo, encontramos grandes similitudes: mantienen legiones de seguidores que les veneran como a grandes santos milagreros. Por ello, estremece que en nuestro país toda la derecha (menos Vox, que se coloca en la vanguardia de la defensa de su memoria y quizás de su legado y ejecutoria) no quiera ver la realidad y diga que son cosas del pasado que en nada nos beneficia removerlas; que lo nuestro es hacer posible el mejor presente y preocuparnos por el futuro. Como si dar la espalda al pasado diera el pasaporte del futuro. Sin ir más lejos, la obra y la palabra del historiador Santos Juliá, fallecido hace unos días, dan ejemplo de lo contrario: su extenso y minucioso conocimiento de nuestro pasado (siglos XIX y XX) le valió (y nos ayudó) como ninguna otra mano para entender el presente y enfrentarnos con las tinieblas del futuro.
La presencia latente del dictador y su influencia en la imagen exterior de España la muestran innumerables indicadores. Uno de ellos, y no el menor, era su exposición despreocupada a todo aquel que tuviera la necesidad de “besar el santo” en su impresionante mausoleo de Cuelgamuros. Decenas de miles de visitas al año, y no todas de romeros. Otra también destacada nos la ofrece la enorme expectación periodística mundial que ha despertado la inhumación. Medio millar de periodistas de 17 países se acreditaron para seguir el vuelo del africanista con sus antecedentes y epílogo en Mingorrubio.
El recuerdo de la larga dictadura de Franco no se hizo ceniza como dan a entender tantos de los que le siguieron. La opinión pública del occidente democrático y la propaganda en el bloque comunista entorno a la URSS siguieron sus malas andanzas durante la guerra civil y décadas después, hasta almacenar en su memoria demasiados horrores como para que se desvanezcan en unos cuantos años. Y los máximos responsables de la Transición, que tanto alcanzaron, casi llegan a olvidarse del dictador al entender que la España democrática, coronada ante el mundo con el éxito de la Expo de Sevilla y las olimpiadas de Barcelona, había enterrado para siempre el recuerdo del gallego tan apestosamente anillado a la imagen de España en el mundo.
Es por ello que este golpe de mano del presidente del Gobierno “más provisional” de la democracia (y el tesón sin desmayo de Carmen Calvo) es mucho más que el fin de una afrenta moral, como lo ha calificado Sánchez; debería ser la vuelta de tuerca definitiva para que nuestro entorno más inmediato deje de tener sospechas sobre nuestra calidad democrática. Que se dejen de atender las prédicas de los Puigdemont de toda laya sobre la España autoritaria y opresora que muchos europeos -y otros que no lo son – llegan a creer. Mucho se ha acusado al presidente socialista de abusar del vuelo de Franco para practicar un asfixiante electoralismo. Y lo ha habido, aunque el beneficio para España, su decencia e imagen democrática internacional es inmensamente mayor que la posible cosecha de votos extras para su zurrón.