Vivir en un hotel es imposible o muy penoso. Aunque existen personas que lo practican. Todos conocemos o sabemos de algún caso próximo y siempre tenemos de guardia a un famoso o popular que nos recuerda que vive en tal o cual hotel. Las razones que esgrimen estas personas están ligadas básicamente a dos circunstancias: la soledad y/o la comodidad, o sencillamente son ricos, raros o extravagantes. En todo caso, son una ínfima minoría. Porque el hotel es un recinto para frecuentarlo no más de dos o tres días continuados, o algunos más si se trata de disfrutar de una vacación en una ciudad o paraje singular, o si te lo exige la salud o la familia: un balneario curativo, aire puro en la sierra escarpada y bella o una costumbre que ya se hizo tradición familiar.
Todo ello no quiere decir que el hotel sea un lugar inhóspito y rechazable de antemano, sino que es más bien un lugar de paso en esencia o para el imprescindible descanso. El hotel moderno podemos asociarlo en realidad más a la terminal de un aeropuerto o la estación ferroviaria: necesarios lugares de paso. Claro que ofrece más servicios y numerosas atenciones, aunque la principal es dormir en una habitación cómoda, disfrutar de la intimidad que te facilita y, acaso, de la sonrisa y amabilidad de la persona que te recibe en la entrada.
Existen innumerables tipos y categorías de hoteles. De la Pensión del Peine al hotel Ritz de París media un abismo, o la distancia que separa la pobreza de la inmensa riqueza. Pero, en esencia, ambos tratan de proporcionar lo mismo: el descanso. La mayoría ofrece desayunos y dispone de restaurante propio o asociado en sus instalaciones. Su característica más destacada es que en todos los casos son más caros que sus gemelos en las calles y avenidas, al igual que ocurre en aeropuertos y estaciones ferroviarias: café a doble de precio.
Como en todo, existen claras excepciones: algunos ofrecen desayunos artesanos extraordinarios y disponen de restaurantes de plato y atención exquisitos. Salas de restauración que, por lo general, están abiertas a personas que no se alojan en ellos. Pero suelen ser escasos los que vencen al tiempo; lo normal es que acaben derretidos o muten en cualesquier otra cara del ocio. Resisten aquellos que se han hecho dueños de la tradición y se sobreponen como titanes al desgaste de los años y la ferocidad de las vanguardias culinarias a las que terminan filtrando en sus menús como quien destila el mejor whisky.
Champán como cerveza
En estos casos no estamos hablando, claro, del hotel que tiene un restaurante, sino del restaurante al que se le apega un hotel, que se beneficia de su notoriedad. Grandes y reconocidos cocineros dan luz a hoteles de lujo, al tiempo que éstos los cobijan en tiempos difíciles de crisis. Tenemos un creciente ramillete de ejemplos. Uno de los más esplendidos lo encontramos ahora en el Hotel Ohla de Barcelona. Allí se encuentra Caelis, o, dicho de otra forma, la cocina clásica de cuna francesa que más evoluciona de Barcelona. Su responsable es Romain Fornell: vino de Francia y busca desde aquella cocina raíces catalanas en sus menús. En Madrid, destaca Kabuki en el Hotel Wellington. Su cocinero, Ricardo Sanz, ha logrado el milagro de evolucionar la cocina japonesa más refinada siendo genuinamente español. Un restaurante sorprendente y delicioso.
Pero no sólo lo tenemos en las grandes capitales de España: en Tenerife, el hotel Abama acoge MB bajo la dirección de Martín Berasategui, seguramente el cocinero español más rotundo y permanente después de Arzak. Atrio, en Cáceres, en el que la sensibilidad de Toño Pérez ha construido una obra maestra sobre el producto tradicional extremeño. Y muchos más que dan categoría a unos hoteles siempre de lujo pero que nunca dejan de ser lugares de paso, aunque los cojines de sus estancias estén rellenos del mejor plumón y el champán se sirva con la facilidad que el tabernero tira de la caña de cerveza.