Pasear por el centro y el casco histórico de las ciudades españolas, en especial las más pobladas y turísticas, a partir de las doce del mediodía es tropezarse (o chocar de improviso) con paneles sobre trípodes o contra banderolas que anuncian el menú. Las calles de España se han apuntado al menú. Restaurantes, bares, garitos, chiscones y hasta vendejas clandestinas en aceras o parques ofertan menús.
Muy pocos establecimientos de comida se resisten a ofrecerlo. El menú, tras el enorme engorro de la tartera (tortilla de patatas, pasta, carne con tomate y las sobras más suculentas del domingo), comenzó siendo la solución alimenticia del obrero, o curra, y el empleado raso en general, en tanto que el técnico medio, o el licenciado, comían en el office de la empresa o se atrevían con el restaurante medio una o dos veces a la semana. Claro que si lograbas tarjeta de la empresa, comida con mantel casi todos los días.
Pero esa situación de raro nirvana la espantó la crisis económica de 2008 con viento tan huracanado que solo quedaron las tarjetas black, y ya hemos visto cómo acabaron. Con todo, el restaurante pintón, ese que el dueño se identificaba con el rico que lo frecuentaba, se resistió a ofrecer menú “pues desmerecía su porte”. Claro que, como remedio, debió ofrecer en carta medias raciones para que “a sus clientes de siempre” les trajera más a cuenta comer en su establecimiento en tiempo de recesión.
Pero muchos acabaron claudicando porque al ir aclarando la crisis, los encorbatados, o sencillamente los nuevos currantes que comienzan a hacer reservas, comen menos cantidad, beben menos alcohol y piden otros platos más equilibrados; en suma, exigen menú, un menú económico en el que nunca debe faltar lo verde y la pasta. Y por el lado del curra – al que se le hace cuesta arriba pagar ocho o diez euros al día – la oficina deja un hueco para la tartera de nuevo. No obstante, muy pronto va a venir a relevarla el supermercado con su amplia oferta de platos preparados, la hamburguesería o la pizzería de la esquina que le proporcionará gandaya rápida por cuatro o cinco euros o quizás menos.
Rebajas todo el año
Comer hoy en la gran ciudad es un trasiego de gentes al mediodía, y de motos y bicicletas en la noche. La cocina deja de existir, languidece, y el alimento fresco es caro. Así que caminamos a toda velocidad hacia un mundo de menú en el que – hasta ahora, al menos – escapamos de comer en las aceras como ocurre en Oriente y en numerosas ciudades americanas. Pero todo se andará. Por el momento, nuestras plazas y aceras más amplias se vienen poblando de montoneras de ciclomotores que ofrecen imágenes que nos recuerdan estampas de Hanói o Manila.
Aunque no es sólo la comida: el alterne cañero y copero y, en general, el rezongo feliz se hace más liviano, homogéneo y menú. Lo observamos en el comercio en general. Los chinos del todo a cien desaparecieron en gran medida de los centros urbanos a causa del alza de alquileres y, acaso, por el control policial y las inspecciones públicas, sobre todo tributarias. Pero han vuelto con la cara más acicalada. Hoy un Tiger o Hema, por ejemplo, cumplen a la perfección la función del colmado abigarrado con mejor luz, orden y atención.
Impactos como el de Primark no son únicos. Su estela empieza a ser extensa. De momento las rebajas dejan de ser cosa de julio y enero: se ofrecen todo el año. Jóvenes, y quienes no lo son tanto, salen estos días de Zara o Sfera con “siete o diez trapos por 30€«. Sí, también las grandes cadenas del vestir cultivan su menú de ropa y complementos. Y los jóvenes se eternizan en la casa de los padres hasta bien pasados los 30 años. También ellos forman parte de este mundo menú en el que nos venimos convirtiendo.