Feria de Sevilla. Toda una ciudad que se va a vivir (beber y olvidar bailando) a un inmenso descampado pinchado de casetas. No es un acontecimiento único -el mundo está lleno de ferias- pero sí el más peculiar. El diario ABC de Sevilla, que es algo así como el cronicón familiar de la gran ciudad del sur de Europa, la viene describiendo y alabando más allá del asombro década tras década: hasta las enaguas le huelen a azahar. Pero decenas de miles de páginas después puede caber un despiste como el de decidir publicar un decálogo de consejos para controlar excesos. Y pifiaron, solo acertaron en la última recomendación: bailar, no dejar de bailar nunca para deshacer calorías. ¡Cómo abstenerse de comer y beber hasta más allá de la hartura cuando la feria se creó precisamente para ello! Porque se trata de despedirse sin medida de un año de trabajo y privatización que terminó en invierno.
En el millar largo de casetas -que en su inmensa mayoría son domicilios de particulares compartidos- se come, bebe, ríe y baila sevillanas a cualquier hora y durante todo el día. Pero aquello no es un desmadre: ni concentración hippie, ni romería devota en honor de virgen destacada. Existen normas, reglas rigurosas y antiguas que respetan la inmensa mayoría a rajatabla, solo que con mucha guasa y entre sueño y chistecitos. Aquello es una ciudad provisional que gobierna el ayuntamiento con la precisión del reloj y en la que cada cual hace en su caseta lo que le peta menos prenderle fuego.
Abundan los ritos y la tradición despliega sus más viejos mantones. Los pasos de la feria están tan pautados como las notas de la música barroca: siempre la misma y emociones diferentes. Porque el langostino fresquito, la manzanilla, el jamón y la cruzcampo te lo ofrecen siempre quienes te inviten a su casa (perdón, caseta), pero tú los vas a recibir según lleves el cuerpo puesto o cómo te caiga quien invita. La feria no siempre es la noria predecible que acaba bajando de las nubes, sino un continuo suceder de tumbos por calles toreras que se abren a una u otra puerta según los amigos con los que “apatrulles” el real.
En ocasiones te encuentras con el jefe que mira desconcertado y molesto para otro lado al reparar tu presencia, mientras te cagas aunque vayas como un piojo a esa hora. Y en otras, te tropiezas con el político que detestas y nunca votarás o, vaya casualidad, te sirven una hermosa tapa de callos, que aborreces, pues en ello se empeñó Alfonso, que ahora vive en Madrid y se ha enamorado de los mondongos.
Lugar de alegría y jolgorio
Se da por seguro que esta semana entre abril y mayo, entre las neblinas de la pérdida y el goce, Sevilla gana mucha pasta. Es de suponer. Lo sabrá el cajero del AVE o el empresario de la Maestranza; quienes arquean hoteles y pensiones y nuestro amigo Joaquín, que cerró su bar de El Tardón para “servir de tó” en la caseta más animada de Juan Belmonte. Pero el que acude a la feria para vivir (beber y olvidar), el dinero no le importa, pues nunca se gastará más del que tenga o decida disponer.
La feria es para sentirla y perderse en ella. Cada uno a su manera. Desde las monjas de clausura (las he visto) hasta el yonki, todos tienen cabida y una sonrisa que recibir. Y tampoco es cierta la letanía de que si no conoces a nadie allí, mejor no vayas porque no encontrarás una puerta abierta. Es una leyenda urbana imposible. Porque ¿quién acude a un lugar de alegría y jolgorio de la mano de la soledad? Nadie. El solo que llega al real será siempre el curioso que busca novedad y diversión. Y allí lo va encontrar siempre.
Quien de verdad va a rabiar en la feria es el abstemio, aquel que no le molen las sevillanas y no soporte el polvo del albero que, en días de solana, se te pega a las canillas para no salir hasta la séptima ducha. Una feria ya lejana, comprobé el sufrimiento de aquella castellana, casi extranjera entonces, dependiente de la Coca Cola y el mosto, que no llevaba bien mancharse los dedos al pelar gambas y hacía ascos al caldito de madrugada. Pero todo lo demás le deslumbró. Al año siguiente, se anillaba la muñeca derecha con cabos de La Guita y de madrugada, entre las sartenes gitanas sobre las que freían churros, se lamentaba de que amaneciera tan temprano.