Leo en el diccionario ideológico de Julio Casares, mi viejo compañero de siempre, que lo ambiguo es aquello que “se puede entender de varios modos”. Y también es “lo incierto y confuso”. Pues de esta manera han orientado su caminar los estrategas del proceso independentista catalán.
La confusión da para mucho. Quien la utiliza con habilidad e inteligencia puede pasar por bueno y malo, según le convenga en cada momento; intrépido o prudente; patriota o traidor. Así, Puigdemont en Bruselas, puede ser el ejemplo modernísimo del libertador de un pueblo, o un fantasma. Y Junqueras, desde la cárcel, rompe la coalición que unía a los separatistas catalanes, porque a partir del 21 de diciembre espera reunirlos a todos bajo su mando sin mayores conflictos.
Pero donde se aprecia con total claridad esta farsa de trampantojos es en la declaración realizada por Carme Forcadell ante el Tribunal Supremo el pasado jueves día 9 de noviembre. Ahora resulta que la Declaración Unilateral de Independencia, que ella empujó de forma decidida desde la presidencia del Parlamento catalán, “fue simbólica”. Algo así como la manifestación de un deseo, un canto al sol que, no obstante, puede ser defendido con éxito por un abogado despierto ante un tribunal de justicia y hacer dudar al magistrado más avezado, imparcial y garantista.
Porque todo depende del perfil que adopten ante los tribunales. Pueden ir de íntegros y sobrados separatistas, y el juez los envía a la cárcel sin mayores matices; o pueden huir de la represión española a otro país que “les permita hablar sin restricción, defender sus derechos y darles cobijo”. También cabe achicarse como Forcadell, pues todo vale si el fin es servir a la causa de la independencia. Porque todos los ambiguos son ciudadanos “perseguidos” y “han de defenderse con las armas que tengan a mano en cada momento”.
Política de altura
El Gobierno, los socialistas y no digamos ese partido de raíces tan someras, llamado Ciudadanos, se asuntaron cuando la jueza Lamela envió a prisión incondicional a medio gobierno del destituido Puigdemont, y trasladaron que las cosas deberían cambiar. El separatismo catalán más brutamontes, indignado, llegó a denunciar que la Audiencia Nacional hace lo que ordena la Fiscalía Anticorrupción, sobre la que manda el Gobierno. Y estas dudas y miedos fueron interpretados como que el Gobierno podría ablandar la severidad de una jueza.
Otra equivocación: de nuevo aparecía la forma rugosa con que el Gobierno conduce esta larga marcha. Porque no era necesaria mayor preocupación, ya que la ambigüedad del discurso separatista siempre acaba por aparecer y deja las cosas en su sitio, es decir, en la confusión.
Lo más urgente en este momento es no ponerse nervioso y trabajar para que las fuerzas separatistas no alcancen la mayoría absoluta en el Parlamento la noche del 21-D, pues el Estado, otra vez, tendría que cumplir su papel de Sísifo: volver a empezar. Aunque quizás lo más relevante sea hacer entender a la mayoría de la población que el principal motivo que inspira a la democracia es hacer leyes justas y que se cumplan. Y aquí -o al menos en Cataluña- hace tiempo que no ocurre de esa manera. Sin irnos muy lejos, “la huelga de país”, que realizaron el pasado miércoles día 8, fue el carnaval de la ilegalidad. Que unos centenares de bachilleres cortaran las vías del AVE es un buen ejemplo. Menos preocupación y más política de altura.