Caramelos clandestinos

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Algunos días Clos y yo distraemos la comida del mediodía tomando un bocadillo sentados en el banco que no tenga cagadas de paloma en la gran plaza frente a nuestra oficina. Nos relajamos con el movimiento del asfalto. Porque ya no observamos lo que ocurre en la rúa aunque la trotemos buena parte del día. Enfilamos las aceras atropellados por nuestros quehaceres en prisa y siempre ciegos por causa de tantos pensamientos basura como nos acosan.

Ni siquiera aquellos que se repantigan en las innumerables terrazas aprecian el mundo que les inunda de tan absortos como están  en  conversaciones urgentes y en las pantallas de los teléfonos. Tengo la impresión de que la única mirada cierta sobre la ciudad es la que enciende el fisgón, el alcahuete o el desesperado; porteros ociosos y albañiles rijosos; el jubilado aburridísimo y el turista por obligación. Mirar a la calle es también escucharla y sentir. Y tener entre las manos un buen emparedado de la grasita que más te guste.

El pasado jueves Lydia -una linda moldava que habla como dando órdenes- me preparó un bocadillo de sobrasada con dos finísimas lías de aceite arbequina.  Pedí este bocadillo porque aún me acuerdo de aquel panecillo mallorquín, apodado llonquest, relleno de sobrasada con el que aplaqué mi hambre de estudiante un verano de los setenta cuando desembarqué en Ibiza para buscar trabajo.

El recuerdo tatuado en mi memoria de aquel chusquete sopesa el valor que doy a los bocadillos que me aplico desde entonces. Algunos sostienen que el pan ha de ser al bocata lo que el bajo es a la banda de rock and roll: atemperador de desenfrenos. Pero en mi caso debe de tener una presencia más audible,  ser más vanidoso y atreverse a competir con la rítmica, o sea, la miga que se engolfa con la chicha. Así que nuestra Lydia me pone molletes del sur.

Pobres abuelos

 

Nos sentamos en un largo banco al lado  de dos mujeres que cuchichean. De inmediato oigo como un lloro, o acaso sea una risa. No sé. Casi no hay niños en el retozadero próximo y el viento quedo no mueve la hojarasca que distrae. Pego la oreja. «Me ha reñido muchísimo porque le he dado un caramelo de dulce de leche». Está lloriqueando. Cambia el clínex.

«Es una mujer a la que nunca va a ver nadie; es dulce y cariñosa (…) Insiste en que me quede con ella más tiempo, que le cuente cosas. Yo le digo que no puedo, que tengo que atender a otros abuelos. Pero insiste (…) Intenta darme 20 euros a menudo y cuando los rechazo se echa a llorar con amargura (…) ¿Qué puedo hacer? (…)  Está muy delgada. Siempre dice que las comidas de la residencia no tienen proteínas y que está harta de cremas de verdura, panaches, empanadillas, croquetas, tortilla de patatas y lentejas. Y tiene toda la razón. La verdad es que la comida que le servimos no es para ancianos «

Ahora la amiga interviene: «¿Pero si le das cariño por qué te abroncan?» «Porque no puedo encariñarme con ningún residente, porque mi trabajo es hacer las habitaciones, cambiarlos y asearlos sin perder un minuto en conversaciones (…) Pero están muy solos. Yo los veo como si estuvieran abandonados. Siento que les gusta que los tratemos como a niños, que deberíamos jugar con ellos, hacerlos reír. Pero claro, risas, no, ni hablar, eso no (…) Y ahora se ha cogido un dolor  en el pecho (…) Tengo miedo de que me echen por haberle dado el caramelo». La amiga tercia: «Anda, ¿cómo te van a despedir por eso?»

«¿Cómo que no? A Luisa, una chica salvadoreña, no le dejaron ponerse la bata el lunes porque llegó veinte minutos tarde, y hace muy pocos días una muchacha extremeña majísima fue al paro porque se le calló una bandeja de comida en una cama»

Me he ido comiendo el bocadillo mientras tanto, pero no he abierto la coca cola, ni reparado si Clos estaba allí o no.

– «Perdona no he podido dejar de escucharte: ¿Me puedes decir el nombre de esa residencia?«

La cara de pánico de la mujer semeja la faz desencajada de un fantasma: » ¡¡¡Por favor no, no diga nada, por favor no!!! «No voy a hacerlo, no temas, solo quería saberlo para que nadie que conozca pueda ir a esa residencia nunca. «No, no …» Y las dos salieron pitando.

Miro a Clos y me maldigo: «Se quedó acojonada. Entró en pánico cuando le pregunté dónde trabajaba»

Cerca de casa hay una residencia de la tercera edad. Esta mañana curioseé en el hall y, sin proponérmelo, vi bien protegido sobre un atril historiado el menú del día. Hice una foto con disimulo. Se leía lo que sigue:

Desayuno: café, cola cao e infusiones. Galletas y magdalenas
Comida: 2 primeros: lentejas y sopa castellana; 2 segundos: pollo a la plancha y merluza congelada en salsa verde
Postre: fruta y flan
Cena: crema de verduras o gazpacho. De segundo empanadillas con verduras. Helado de postre.

Pobres abuelos, en esta residencia también debe de haber cuidadoras que ofrezcan caramelos clandestinos.

 

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Cerrar

Acerca de este blog