En las pantallas de decenas de miles de ordenadores de todo el mundo apareció, de súbito, el pasado viernes 12, la siguiente leyenda: “O pagas 300 dólares en bitcoins o borramos todos tus archivos. Tienes de plazo hasta el 19 de mayo”. Después, todo fue alarma general e impotencia: nadie sabía qué hacer. Ni siquiera los hackers contratados por las grandes corporaciones industriales para que les ayuden a solventar estos atracos (que ellos perpetraron antes), saben contestar. En concreto, el fichado por Telefónica a precio de bufete de abogados de campanillas sentenció que el suceso no era de su responsabilidad.
Pero el grave problema lo tenemos sobre la chepa. Estos ataques (en realidad secuestro de archivos a cambio de recompensa) se producen desde hace años y crecen de forma geométrica, según cuentan las empresas de seguridad dedicadas a este menester. De lo que no habla es cómo pueden detenerse estos atracos. Silencio. Nadie insinúa quiénes pudieran ser los asaltantes y menos aún si es posible seguir el rastro de tantos millones de bitcoins como birlan. Es como si todo lo que ocurre fuera virtual, una suerte de fantasía mantenida en la red que produce un daño notable a empresas instituciones, profesionales y particulares.
Los medios de información más prestigiosos del mundo y con mejores fuentes, así como los más reputados expertos independientes sobre la red y sus consecuencias, respondieron el pasado sábado 13 con poco más que balbuceos. “Urge buscar soluciones inmediatas”, afirmó sin ir más allá el primer periódico en difusión de España.
Sí, la soledad, la impotencia (y en última instancia, el vacío) del ser humano actual son cada día más pronunciados a medida que la tecnología autónoma y el algoritmo sabio encallan y dejan ver sus otros efectos, esa cara b que conocemos poco porque no interesa o no es rentable su publicidad por el momento. Pero la red es ya una gigantesca tela de araña venenosa por la que circula el mundo; en ella se encriptan desde el número de nuestra cuenta corriente (con los ahorros) hasta las consecuencias que tuvo aquel beso de amante. Estamos con todos nuestros pertrechos viajando por inmensos manglares flotantes en el éter, conducidos por argonautas tan ciegos como nosotros.
No pocos filósofos e historiadores concluyen que las grandes aventuras del hombre suelen empezar sin bases sólidas, acaso impulsadas por un sueño (el de Colón, por ejemplo) o gracias la innata necesidad del hombre de fama y fortuna. El caso es que la humanidad entera, por primera vez en la historia, camina junta en la misma aventura. Conocemos -más o menos- cómo hemos despegado, pero desconocemos qué nos deparará la travesía. Además, como procedían en la antigüedad los valientes, hemos quemado las naves del regreso. Se acabaron los cobardes.
Ante dilemas de este calibre, la mejor forma de aliviar el ánimo es acudir a textos instructivos de verdad. Hace unos días encontré en un periódico estas palabras del gran novelista vallisoletano, Gustavo Martín Garzo: “Somos hijos de la naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer. Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero eso no es cierto. La ciencia nos ayuda a entender las leyes que rigen al mundo, y nos ofrece medios para transformarlo, pero no nos dice cómo vivir en él”.
A PAULA NEVADO, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo.