“Por el río abajo” llegamos desde Sevilla hasta Isla Mayor un grupo de amigos. Recordé el libro clandestino de Alfonso Grosso -nuestro particular Zola andaluz (jornalerismo y denuncia)- que relataba en un texto titulado con estas palabras, tan sencillas como expresivas, su experiencia por aquellos páramos en la pobreza de los años sesenta del siglo pasado.
Pero nuestro viaje no tiene el propósito de asombrarse con la luz de la escasez del bracero o el cielo más cegador del mundo que se estrella contra los arrozales. Viajamos para tocar con las manos el asombro que nos hizo vivir hace años las imágenes captadas por el helicóptero de Juan Lebrón y comer arroz con pato de la marisma. O eso creíamos.
Al terminar el almuerzo, casi los últimos en levantarnos del restaurante El Estero de Isla Mayor, algo pesados pero satisfechos, y con la lengua de la emoción inundada por el disfrute de una mesa que fue un descubrimiento, el dueño del local nos retiene con una pregunta: “¿Así que son de Valencia?” “Sí, la mayoría somos de allí”. “Mi mujer también, es de Sollana; aunque ella ya nació aquí, pero sus padres vinieron de lo que llaman La Albufera”. “¿De Sollana dices? Pues yo soy de Sueca, ¡qué casualidad!” “Aquí la mayoría proceden de aquella parte: Sueca, Catarroja, el Palmar… «Ya me parecía a mí, esto me recuerda todo a mi tierra, aunque no el misterio que la sobrevuela”.
Estos arrozales son como un inmenso y lujurioso pegote en el bajo vientre de Andalucía. Nada tiene que ver con su historia y paisajes eternos, y le quedan centenares de años para que se les considere parte de la memoria del sur. Pero están encastrados en el límite mismo de Doñana y beben del Guadalquivir: ¡cualquiera dice que no son Andalucía!
Desde un suave lomero al borde mismo de los arrozales, desmochados y pardos en esta época del año, la mirada se te agota sobre la inmensa planicie de agua y linderos de tierra que separan propiedades y abren caminos.
“Esto no parece Andalucía, es una Albufera a lo bestia”. Treinta mil hectáreas prestas para la siembra de arroz “es demasiada paella” para que se la coma el andaluz tan escéptico y largo como el que puebla la baja Andalucía. Porque el sevillano jamás había imaginado que podría parecerse a los chinos y esos paisajes (aún) nos los tiene por suyos.
Quizá por ello, Grosso buscaba en Isla Mayor y la finca de la ínsula Mínima pruebas de la barbarie en los años sesenta; la prensa, documentos de la opresión obrera en los ochenta, y, ayer mismo, el director de cine Alberto Rodríguez, los paisajes donde dar a luz esa película asombrosa llamada La Isla Mínima.
Sí, hasta Isla Mayor -5000 habitantes, 5 restaurantes y 5 estrellas en resistencia – llegan personas todavía con las emociones bajo control, atentas a la sorpresa y también abiertas al beso que guarda lo desconocido. Pues, ¿qué se puede esperar de una tierra que hace ochenta años era un páramo infinito, veinte años después, la empresa labrada por una larguísima cuerda de presos republicanos y, pronto, el milagro izado por la mano de 900 agricultores valencianos junto a sus familias?
Misterio y desazón con todas las trazas del dolor y la epopeya humana: una historia más de pioneros pobres arrastrados por la ambición (y el látigo) de los señores e impelidos por su propia hambre.
El dueño del restaurante escucha agradecido las loas que otorgamos a su pato con arroz, el brío de los camarones y el aliño inmemorial de su picadillo. Le aseguramos que volveremos; y así será porque nunca nos olvidaremos de la margen del Guadalquivir más asombrosa.
“¿Y cómo se llevan con los valencianos?” “Antes muy mal: ellos por un lado y los sevillanos por otro. Pero eso cambió y nos entendemos bien. Aunque ahora que les hablo de esto, hasta hace poco tiempo estuve intrigado con algo que decía mi suegro en su lengua: «Em cago en la figa del dimoni verd». Ahora ya sé lo que quería decir, pero durante años creí que era algo muy suyo, como un secreto, y aún hoy hay días que lo pienso. Pero ustedes que son de allí, ¿me pueden decir qué significa de verdad?”
TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.
Perfecto «resumen», escrita apasionante.
Exactamente como nos lo contó Jose Luis 🙂
Un abrazo y gracias por compartir
Diogo