Comiendo boletus con Líster

Teresa Muñiz
Fotografía: Teresa Muñiz

Cada uno siente que está más cerca de los dioses donde quiere. Ese cerca (o con) suele coincidir con un momento de felicidad o, más modestamente, de placer. Nuestras iglesias -y muy especialmente la católica- nos situaron la gloria en los cielos y la pena en el suelo: lo bueno está arriba y abajo, la rebusca. Merodear por el cielo es, entonces, sinónimo de felicidad y gusto: en tanto nuestro deambular sea más alto, mayores serán los goces.

Claro que esa visión tan acabada de Dios=felicidad eterna la viene erosionando el tiempo desde hace algunos siglos. Relatar los pasos dados en esta deriva sería obra de enciclopedistas; quedémonos para el caso (este artículo) solo con una conclusión muy provisional: también en el suelo lo podemos pasar muy a gusto. La gran mayoría de occidentales al menos lo cree así. Provistos de un beso, un buen tenedor y los ojos abiertos a la naturaleza y las gracias de los hombres, estamos dispuestos a esperar la llegada (o no) del paraíso sorteando con la risa esta tierra sembrada de cepos como calvarios.

Este pensamiento en acción es el que detestan miles de curas, imanes y popes. Pero qué le vamos a hacer, al fin y al cabo nadie les impide atiborrarse de angulas y buenos vinos en sus refectorios tan confortables.

Hoy tocar el cielo es sentir que estás en él después de trasegar una jornada particular desvelando el vino nuevo en los lagares de la sierra de Montilla. (Vino chiquito, algo carbónico, con chispas dulces y esa arquitectura del caldo grande que será dibujada en el paladar); en el primer bocado que das al rugette, recién salido de la piedra ardiente y apenas abierto, que te ofrece un chiringuito de Asila; en dos copas de champán barato en un bar anónimo y limpio de la Viena otoñal que comienza a devorar la noche al paso de una carreta de percherones, que lleva el último porte de cerveza del día a la Ottakringer.; en el café arábigo que te sacó del vértigo único que es despertar en el oasis egipcio de Siwa… O en aquel pisto campesino con morcilla lustre que comiste en una raña que te transformó en gladiador, siendo tú solo un hijo de la sierra.

Y no me resisto a contar mi último paseo por los bordes de la gracia. Partimos la familia hace unos días hacia El Escorial filipino. No buscábamos exactamente comer allí, más bien queríamos sierra que nos llenara de aire y claridad y nos proporcionara unas setas del tiempo, un asado de cabrito, acaso, y un buen tinto de nuestra meseta. Trepamos por la sierra. Entonces tenemos que superar el Puerto de la Cruz Verde, con sus montañas a calvas, y enfilar hasta Santa María de la Alameda.

Hacía bastantes años que no llegábamos hasta este pueblo diminuto. Está igual que siempre, parecido número de casas aunque todas remozadas y lustrosas. Incluso alguna buena influencia ha procurado la instalación de un pequeño polideportivo a la intemperie, al que no le faltan sus dos pistas de pádel (160.000 euros la broma, canta un vecino).

Llegar hasta el límite más bravío de la provincia de Ávila no es cualquier cosa, y más si la señal de la carretera te indica la proximidad de la población de Peguerinos, primera victoria de la República sobre el ejército sublevado de Franco, primera gran exhibición de milicianos y los jefes que ya famoseaban como Mangada, el general del pueblo.

El asador Santa María está próximo a llenarse; fuera, once grados y sol; dentro y fuera, día de fiesta. El dueño del restaurante (“Hemos cumplido noventa años, somos la cuarta generación”), se mueve por la sala como un viento a cincuenta nudos, ventisca a ratos, veleta desbordada otros. Se detiene en una de sus múltiples pasadas ante tanta llamada y manoteo. “Buen vino de Ribera o Toro, boletus a la plancha, unas croquetas y nos das a probar el cabrito asado”. “Así me gusta, con determinación. No se arrepentirán. Volverán”. “Ya hemos vuelto”. “Entonces sabrán que están ustedes en la casa que fue cuartel general del ejército republicano en el frente de la sierra. Aquí mismo comió Líster”.

Y nada más hubo. Comimos como Dios en la casa que acogió a Líster. Serpenteando cuesta abajo en el coche después de una larga caminata entre fortines, trincheras, refugios, casamatas y nidos de ametralladora, pensé que quizá Miguel Hernández habría hecho verso de los sucesos habidos en tan altos collados. Y lo encontré: “Mañana de Peguerinos/con El Escorial al fondo/ ladra la ametralladora./Suben lo mismo que troncos/ entre los troncos, los hombres./Son españoles y moros…/Bustamet Alí Mohamed/ barba blanca, negros ojos/ arrastrándose en la hierba/ dice alzándose de pronto/ ante los fusiles solo:/¡Camaradas, no tirar/no tirar, que yo soy rojo”.

Teresa-Muñiz3-150x150TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.

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