Digamos que con la muerte de Fidel Castro se va un dictador y un revolucionario; que definitivamente acaba el siglo XX y que damos por concluida la vida del comunismo político que arrancara con el asalto del Palacio de Invierno en 1917.
La desaparición de Fidel Castro no es cualquier cosa. La memoria de esperanza y perdición que arrastra es portentosa y oceánica. Su biografía, contada de manera minuciosa y contrastada, llenaría el portón de la biblioteca de La Habana. Nunca ningún líder histórico dio tanto titular de prensa ni generó más alarmas. Su vida fue un discurso volcánico de centenares de miles de horas ininterrumpidas. Palabras y fusiles perfectamente conjuntados para dar la batalla política al imperialista yanqui y echar una mano a los oprimidos del mundo proporcionándoles hombres, balas y azúcar para sus luchas revolucionarias.
Fidel Castro es también epopeya y devastación. Es la radiografía más acabada del fracaso de los movimientos revolucionarios -azuzados por la guerra fría- que auspiciaron los líderes de las grandes descolonizaciones africanas, asiáticas y las guerrillas latinoamericanas. Se mantuvo tantos años en el poder que dio tiempo a la historia para que narrara su fracaso por televisión y la mismísima internet.
Fue un mito y el ogro comunista. No llegó a tener el honor de que una balacera en la selva lo encumbrara como al Che (el rostro del revolucionario perfecto), pero a diferencia del argentino, es historia: un escalón superior al de inspirador. Ayer, hoy y durante los próximos días las televisiones de todo el mundo nos mostrarán las alegrías por su desaparición y los pujos de quienes siguieron apegados a su figura porque no quisieron (o no tuvieron la oportunidad) de largarse.
Siempre se han dado manifestaciones encontradas ante personajes tan afilados y determinantes. Y en nuestros últimos años de crisis y niebla ante el futuro aún más. Habrá una millonada de personas en el mundo que no respetará su muerte ni un segundo. De esta particular materia sabemos mucho en España. Hace tan solo unos días hemos dado un espectáculo infumable tras el fallecimiento de Rita Barberá. Los que la insultaron tras conocer su fallecimiento es seguro que colocarán una flor en el altar del homenaje dispuesto para Castro. Muere un dictador, pero continúan los bárbaros entre nosotros.