Quién no ha realizado un peregrinaje de decenas de kilómetros en busca de su magdalena perfecta, o de aquella ración de callos que un día te hicieron aullar de gusto; quién no ha tomado el coche –incluso con la familia empotrada- y enfilado hasta La Rioja para acarrear tres cajas de su cosechero favorito en Cenicero; quién no tiene su cerveza favorita en un rincón de la nevera siempre bien fresquita, o ese trozo de queso de Zamora en el silencio oscuro de la alhacena. Todos tenemos un mendrugo de pan que, al llevarlo a la boca, nos abre la memoria de un tiempo que mantenemos cerrado al recuerdo con llave de hierro.
Ese es el bocado o el trago que siempre quisiéramos dar, pues además de inundarnos el paladar, nos proporciona un atracón de recuerdos felices. Proust describe de esta manera su encuentro con la magdalena: “… en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló …”
Ahora nuestra magdalena cada día resulta más imposible, está muy lejos de nosotros o escasea. Todo ser humano, como Proust, va siempre buscando en ella su tiempo perdido. Así, mi hija, lo único que pide cuando vamos a la Vera es que le traiga las magdalena de la Benitilla o higos de Jarandilla cuando es su tiempo. Yo le encargo a Joaquín orujo blanco de sus ancares lucenses y Federico y Marta sueñan con que alguien conocido pase por Moriles y les traiga un pack de vino fino chiquito del año. Ya no tenemos la memoria en la lengua, la inundación de alimentos y preparados de arrastre es tal que comer es solo una necesidad biológica.
Pongamos el caso de las hamburguesas o las pizzas. Nuestras calles están inundadas de chiscones –incluso pretenciosos algunos- que nos ofrecen su carne, su masa o su queso como si se tratara de la última (y única) oportunidad que nos queda para sobrevivir. Es cierto que los establecimientos que ofrecen hamburguesas son una almáciga, y que está bien que lleven la contra a los gigantes McDonald y Burger King que tanta grasa apestosa han repartido por el mundo, pero deberían esmerarse algo más y buscar la diferencia, porque no vale con abrir hamburgueserías de la nostalgia norteamericana (cuando Chicago disparaba más vacas que balas), bendecidas por chef mediático, alternativa o hipster (por cierto, que pronto mueren los nuevos héroes urbanos), cuando todas las carnes y sus condimentos saben igual. No existen hamburguesas excelentes en estos establecimientos-río que nos vigilan, solo son baratas o caras.
Igual ocurre con las pizzas. Son todo grasa en forma de queso que se estira inmenso como chicles ocres. Algún conocido graciosillo sostiene que los italianos inventaron las palestras, y luego fueron los reyes del gimnasio, para eliminar de sus cuerpos sus peores efectos. En España los capos de las pizzas suelen ser argentinos que nos traen unos ejemplares generosos (recuelo de su historia) tan potentes y rudos que son indigeribles para los estómagos trasteados incluso por la buena vida.
Así las cosas, ¿en qué se va a quedar esto que llamamos gastronomía y su disfrute, cuando el recuerdo de la abuela se evapora y la memoria no encuentra llaves para escapar de la prisión donde la tenemos confinada secándose?. Y algo aún más lacerante ¿qué restará para el recuerdo de nuestros niños y jóvenes del momento cuando la pasta, el tomate frito, el pollo hecho adulto en dos meses, el bollo industrial y la leche de 40 céntimos el litro son la base de la dieta?
Es verdad que, en paralelo, nuestro país vive una revolución de las cocinas, y nuestros chefs son los paladines que ganan los torneos gourmet más renombrados de la tierra. Pero también la Roma de los césares (releamos a Suetonio) brilló con sus vino y pichones; sus salsas, mermeladas y la osadía de comerse el mundo uva a uva, en tanto el pueblo no salía de la hambruna.
Pero no seamos cenizos, los españoles –exceptuando a unos poquitos- somos hijos de la escasez, y royendo con nuestras muelas un coscurro duro de pan o, furtivos, tragando a medio masticar un puñado de guindas salvajes, construimos un mundo de grandes sensaciones. En esa pizza con sabor siciliano (aceitunas, alcaparras, sardinas …) que come ese niño de barrio puede que estén los cimientos de un nuevo Proust, porque todos tenemos nuestro tiempo perdido.
Que se resume en la tortilla de tu madre, el cocido que hacía y otra serie de platos caseros que ni los más refinados chefs que parecen las estrellas hollywoodenses de los años de los grandes estudios de los Garys Coppers, Marilynes Monroes, etc. del nuevo tiempo, son capaces de imitar, no alcanzar, en sus fogones … tiempo en la memoria de aquellos bocatas y del aceite de oliva con pan, de aceitunas …
No sé si volverán o han entrado en la misma utopía de la sociedad de la igualdad de oportunidades y eso del estado del bienestar arrollados por el individualismo y el egoísmo del yo y sólo yo del interés propio.
Defendamos la utopía en la comida y el desarrollo de la sociedad.
El recuerdo ha sido inmediato, en mi niñez esperábamos la llegada del mes de diciembre y los niños íbamos con nuestras madres a la panadería a hacer las pastas de navidad, porroninas, galletas, magdalenas y los mas famosos mantecados, pero la gran diferencia con hoy día es que solamente se hacían y se comían únicamente en aquella época, el resto del año no había; llevar los cestos a casa con los dulces era todo un acontecimiento y fiesta.
Eran productos realizados con manteca del cerdo que habíamos criado nosotros, aceite del molino y productos naturales, lo amasábamos con nuestras manos, era imposible la existencia de colesterol y otras enfermedades modernas, no me extiendo más en lo recuerdos, la próxima vez.
Gracia Pepe, por estos momentos.
Inteligente comentario, Pepe.
Los nuevos filósofos ya no vienen de Berlín o de París, sino de los fogones. Pero como sucede en la filosofía, muchos de ellos desbarran queriendo deconstruir todo, incluso unos portentosos callos o un aguardiente de Lugo. Vivir para ver (o mejor dicho, vivir para no comer).
Sencillos placeres, olor a leña por las calles del pueblo en las vacaciones de Navidad con la abuela, ir al horno con la masa y los moldes de las magdalenas… Realmente has conseguido devolvernos la memoria a ese tiempo perdido. Nuestros hijos tendrán otros recuerdos y serán para ellos -‘malgré’ las pizzas- tan válidos como los nuestros.
Un placer leer tu castellano viejo y relamerse dándole vueltas a los recuerdos e imágenes que nos proyectas.