La gata Tuna

Teresa Muñiz
Fotografía: Teresa Muñiz
Teresa Muñiz
Teresa Muñiz

Al saltar por mi memoria sus carreras, miradas y diminutos miau, de repente, descubro que todos los artículos que escribí con ella arrebujada entre mis piernas hablaron de pescados, o de platos donde siempre aparecía el mar. Recuerdo cómo la descripción de una receta de mero (mero fresco, ajo fresco, perejil fresco, oliva virgen…) se me cayó de la cuartilla cuando de súbito ella le dio un rabotazo que la hizo volar saltando de mis manos. Y también cómo en ocasiones sus lamidas de lijilla mínima detenían el movimiento de mi mano garabateando sobre el papel estas humildes historias digestivas.

Tres años en mis pies, o sobre los hombros, son innumerables horas de emociones positivas. No se puede escribir a la contra cuando te rodea tanto mimo. Todo en ella, a excepción de sus tropiezos de salud (usagrinas llamaba yo a sus pequeñas y periódicas heridas que aparecían en la piel) fue siempre placentero. Hasta cuando saltaba a la mesa mientras comíamos o te impedía dar el bocado a la tostada con un toque certero de su lomo.

Era delicada y fina; olía, y hasta removía con sus patas delanteras, todo alimento nuevo que le regalaras. Luego comía todo o no. Su perdición eran los sesos coralinos de los langostinos. Su juguito ambarino la perdía, y los papelones donde venían envueltos del mercado los dejaba como si hubiera pasado por ellos una fresadora quirúrgica.

Con un mejillón recién cocido y bien troceado estaba entretenida hasta diez minutos, y una punta de melva canutera en conserva la saciaba como una boda. Comía poco y a menudo y me escuchaba aparentando ausencia cuando le indicaba algo. Como todo felino mínimo y curioso se pirraba por asomar al balcón y fisgar por las ventanas. En los últimos meses estuvo trastornada por una paloma callejera; su revoloteo, en ocasiones cerca de dos metros de sus afanados ojillos, la maltraía. ¡Qué no hubieran dado por tener, además de garras, alas para volar sobre ella y atenazarla!

Antes de que la tristeza, su delgadez y esa cara tan pálida la traspasaran, cuando solo era la jovencita de la casa con la que juegas y a la que le acumulas caprichos, decidí preparar un suquet de peix para darnos un homenaje y a ella proporcionarle unos buenos relamidos. En el mercado Maravillas de Madrid encontré dos sargos pequeños, un par de rapes tan mínimos que parecían ilegales y un cabracho terciado. Le pedí a Dionisio, el pescadero, que los desventrara y cortara en o dos o tres trozos por pieza, también que me dejara las cabezas, sin ojos, y las raspas para hacer el caldo.

El fumé está preparado y a la espera; el sofrito en su punto y la patata con su gluc, gluc; llega el momento de sacar del frigorífico los pescados de roca… Pues bien, en esa fracción inmedible en tiempo que es el paso que media entre el frigorífico y la isleta de la cocina ocurren varios fenómenos en la casa: el ruido (toc toc toc) repentino de una carrera supersónica por el parqué, la sombra de algo o alguien (o quizás el movimiento de una imagen extraviada en la mente) que se proyecta ante mis ojos y, luego, sin que nada concreto haya visto antes, tengo ante mí la figura en porcelana blanca y gris de Tuna que se relame con los ojos pues aún no ha abierto la boca.

Pero duda ante los trocitos de pescado que lo llevo hasta una orilla de la isla; los huele como temerosa y apenas apunta la lengua sobre el color rosa del cabracho. Me mira luego decepcionada, otea la campana del extractor de humos y salta sobre ella para dormitar en su plataforma. Cuando el suquet huele a acabado, cuando saco la caracola imaginaria para llamar a la familia a la mesa, en ese preciso instante, ya espera ante mis ojos. El pescado cocinado y tibio sí le va, ese trozo de sapito bien troceado y tiernísimo lo devora. Aquella tarde estuvo casi media hora de reloj lamiendo el viejo caldero. Desde entonces no tiene brillo.

Tuna nos dejó el martes 19. Venía (lo supimos minutos antes) gestando una leucemia felina desde su infancia. Pero hoy todavía continúa aquí con nosotros, trepando por mis piernas y jugando a hacer uñas con la lana tan blandita de mi albornoz. Las mejores digestiones de palabras las tuve con ella a mi lado, no sé qué ocurrirá mañana.

Teresa-Muñiz3-150x150TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.

4 comentarios en «La gata Tuna»

  1. Como he pasado por eso con gatos y un perro, sé lo que es y decir que te acompaño en el sentimiento no es una memez es totalmente cierto. Al menos de los peores momentos de mi vida han estado ligados a cosas de esas de cuando un animal con el que has convivido muchos años y es parte de tu entorno, desaparece.

  2. Ese sentimiento tan sentido que manifiestas con tanta ternura y devoción hace que volvamos sobre aquellas pequeñas cosas (Serrat dixit) que dan sentido y llenan nuestras vidas sin que lo percibamos hasta que nos faltan. RIP Tuna. Te acompaño en el sentimiento, Pepe.

  3. Pepe, que bonito. Tengo alergia a los gatos y tuve que mandar al pueblo a mi última gata, allí fue muy feliz mucho tiempo, al final no queria saber nada de mi y solo obedecia a mi hermano y su mujer la muy cabrona. Hoy tengo un perro blanco que a fuer de años y artritis apenas se puede mover ya y cada día sólo quiero que aguante mas para seguir mirándome como lo hace y para seguir ilusionandose con las pequeñas cosas con las que aún se anima. Un abrazo fuerte Pepe.

  4. Pepe no he tenido tiempo de leerlo hasta hoy, es tan hermoso tu texto que Tuna se estará relamiendo, seguro!.Lo siento.Un abrazo

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