

Nélida Piñón, la gran dama de la literatura brasileña, y que tan bien nos conoce y quiere, sostiene, con pasión incluso, que todo viaje que realizamos nos hace mejores, más completos y confortados. En cualquier clase de viaje, incluso en el de trabajo, siempre hay un momento en que te capta una emoción (esa escalinata, aquel jardín, el sabor de un vino…) que te va a acompañar siempre, aunque al cabo la olvides.
Viajar es mirar y sentir, pero sobre todo dejarte tentar por lo desconocido, lo extraordinario y la belleza. Un buen ejercicio que debiéramos hacer todos al regreso del viaje es preguntarnos por el pájaro de la verdad que se nos ha posado para la eternidad en la retina de nuestra memoria. Todos encontramos uno o varios de estos plumosos mágicos. Incluso los azares peligrosos o desgraciados en ese caminar (“Jamás montaré en una barcaza en el rio Congo”, dice mi amiga Azahara, a punto de ver su vida arruinada en el lodo de la noche) te hacen crecer. Pero son los más felices o extraordinarios aquellos que mejor acogemos y siempre mecemos.
Recuerdo el impacto desmedido que me produjo la contemplación del David de Miguel Ángel. Desde entonces sé la dimensión auténtica del hombre completo. Luego descubriría que no soy el único a quien el conocimiento del coloso más bello de la historia transformó para siempre.
La vista, desde la perspectiva de unos 200 metros, de la plaza de Yamaa el Fna, de Marrakech, con su polvareda enorme de vida y tierra al vuelo, me situó para siempre en el engrudo mismo de una cultura musulmana que aspira a ser eterna.
El alarido del barco tras ser golpeado por un infierno de agua agazapada en las simas del Estrecho de Magallanes, me indicó que el miedo definitivo debe ser el amo de todo aquello.
En el viaje también se nos posa en el brazo una mariposa que, al ser tan hermosa, espantamos como al demonio de las tentaciones por si acaso.
Y te sirven vino de tinto de uva malvasía, cuando dejas la ciudad de Mostar atrás, como preparada para recibir otro bombardeo, que consigue ponerte en el lugar de un Ulises refocilado y tierno después de vencer a la harpía.
Sí, recordar las pedaladas más profundas del viaje debería ser un ejercicio obligado. Sobre todo para el turista contemporáneo, ya que con más frecuencia de la necesaria se ve a sí mismo como el Gila de la ruta de “siete países en una semana y piedras, piedras y más piedras”.
Todo viaje, incluso el más insignificante, te deja un beso en la mejilla o una advertencia.
Mi amigo Quim me cuenta maravillado cómo el arroz con conejo y caracoles que tomó en el restaurante Elías, en Monóvar, Alicante, hecho a fuego violento de sarmiento, le produjo, entre otros benditos trastornos, la meada más perfumada de su vida: el romero, el tomillo, el azafrán y las resinas del sarmiento consiguieron la lluvia dorada más maravillosa. Aquel pis era otra cosa. Olía a tesoro.