Los poetas han tocado todos los palos del espíritu humano. Descubrieron al hombre muchos siglos antes de que lo hiciera la cuchilla del cirujano o la pregunta del brujo y el siquiatra. Por ello, casi siempre se les cree fuera de las cosas corrientes, como idos o espantados del mundo. Pero no es así, están anclados a la tierra tanto como el agricultor y la conocen con mayor precisión que el agrónomo. Lo físico en su tinta (la montaña, el bosque, el río, la huerta…) ha sido penetrado por ellos con mayor dedicación que el subsuelo por los topos. Todo poeta tiene la tierra en un verso que le sigue siempre. Incluso aquel que parece vivir sin aire, como José Ángel Valente, acaba por encontrar un bosque donde extraviarse. El verano, que deja a las ciudades en estampida, es momento propicio “para que por un breve instante no exista la muerte”, sino sólo “la eternidad de mi valle”. En agosto, todos los lunes, colgaré en el blog un poema para que a través de él nos llegue el olor desprendido del caolín cuándo le inunda la tormenta.
Algunas veces salgo hacia las montañas
a mirar a lo lejos.
Piso unas lomas donde tierra vieja
se pone hermosa con el sol y veo
subir la sombra por los cuestos.
Ando
mucho tiempo en silencio.
Pero hay días que ando por estas lomas,
y miro hacia las montañas,
y ni allí hay libertad.
Y me vuelvo. Yo sé bien que es inútil
buscarla como una llave perdida,
y que también es inútil
mirar al fondo de mi corazón.
Edad
ANTONIO GAMONEDA