Grandes viajes al barrio

imagen  de El Cerveciafilo
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Hace algunos años que pregunto a amigos y conocidos (y desconocidos al paso) a qué lugar van de vacaciones y qué piensan comer y beber adonde quiera que recalen. Cada año que transcurre crecen aquellos que dejan de estar interesados por la comida y países exóticos: abunda el que prefiere recogerse en la memoria del pueblo y, entre los más jóvenes, los que buscan emociones insólitas como batir el récord de aproximación a cráteres de volcanes activos. Comer y beber en mesas y cantinas de otros mundos interesa cada vez menos «porque lo tenemos casi todo aquí». Los chinos -y tantos ojitos rasgados más- nos han inundado de soja y nuestros primos de América hasta nos imponen el gusto por sus cervezas como las peruanas o de Colombia, algunas de ellas finísimas y excelentes.

Así que los rallys gastronómicos de antaño, esos descubrimientos fabulosos de hombres que comían grillos fritos en aceite de palma o corazones de cebra palpitantes, ya no asombran ni motivan. Basta con que cuquemos a otro barrio de la ciudad para que en un portal común de una calle corriente con nombre de río que estudiamos en el bachiller, se te abra la vista a la China misma en forma de berenjena frita o wok con todas las huertas dentro de su infierno de acero. También, en un rapto de locura de amor, te puedes plantar en el restaurante Sant Pau, de Carmen Ruscadella, para deleitarte con un plato de medusa, que se te transforma en la boca en deidad marina.

Las grandes migraciones, la revolución de los transportes, con logísticas que se atreven a soñar con el siglo XXII, y la globalización del capital, con sus multinacionales atadas al rabo, traen estas cosas: se puede saborear al mundo desde la aldea. Así que la curiosidad por conocer al otro se nos esta agotando.

Mi amigo Jacobo expresa estos acontecimientos de manera bien clara: «Conocí el Castillo de Kafka porque viajé a Praga expresamente para tomarme unos litros de Saaz asomado al murmullo del río Moldava desde el puente de San Carlos. Ahora la compro en el Corte Inglés. ¡¿Qué coño me importa aquel castillo!?». Ahora lo distinto lo encontramos en la acera de enfrente «Así que – prosigue Jacobo – tendremos que
inventar nuevos deseos».

Será por ello que los jóvenes hipster a los que pregunto no me hablan de disfrutes en las tierras altas de Escocia a base de ese whisky espléndido llamado Glenrothes, o el pisco Wagar que te hace volar como un cóndor por los Andes, o ese orujo de ciruelas serbio, que llaman slijvovica y es lo más parecido al peyote pero en líquido. Ellos pretenden escalar por la presa de Assuán, dormir a tres metros de una familia de gorilas en libertad, meter la nariz en el marsupio de una canguro o, acaso, vivir una sesión de sadomaso en un local de película, entre Tokio y Kioto, que disimula un bosque de arces con su follaje en todas las estaciones.

Será por ello también que, agotadas las fórmulas con las que aromar los gin tonic, nos llegan las ginebras de colores, el vodka es el humo helado de los arios y la música un carrusel de mezclas tras haber achatarrado todas las notas. Oriente, el nuevo redescubrimiento de Europa, cocina a todo fuego, mientras que nosotros siempre lo hicimos a fuego muy lento. La quietud se acabó, retomar una vida más lenta es hoy la nueva utopía.

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