Hace unos cuantos años (¿ocho, diez quizás?, cómo pasa el tiempo) unos buenos amigos me invitaron a la degustación de unos vinos manchegos que acompañaban con música de jazz. ¿Vino con jazz? A mí el jazz siempre me sonó mejor al lado de un whisky con mucho hielo, humo abundante, algo de conspiración y un cálido misterio. El cine norteamericano y los antros madrileños que frecuenté (el Whisky Jazz, sin ir más lejos) dejan ese sello. Pero nunca lo había asociado (ahora se dice maridar, un «verbarraco» que, además, no está de moda) con el vino. El zumo de Noé era cosa de mayores y lejana para los jóvenes que fuimos, en tanto que los sonidos del jazz -un descubrimiento para nosotros entonces- eran como la tentación, la entrada en una habitación inundada de novísimas excitaciones. Sus voces (Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan, Nina Simone…), sus saxos para la eternidad (John Coltrane), los bajos que te agarraban la barriga durante toda la noche (Jaco Pastorius) o las baterías que te hacían negro (Billy Cobham) eran algo único y muy superior a todo lo escuchado antes. Te hacían sentir el rebelde más feliz de la tierra.
¿El vino allí…? Pero el joven de hoy, unido a la perfección de las técnicas de persuasión y el mercado enorme y riquísimo del vino que se viene construyendo en nuestro país, va mutando sus gustos y busca encuentros diferentes. El vino para el joven actual puede que tenga una atracción parecida a la que tuvo el whisky para nosotros: un algo distinto, a medio camino entre lo añejo y la clase. De la música para qué hablar. El joven hace años que es música. Sus librerías son de cedés y sus mejores momentos están unidos a las notas de una canción, un disco o a aquel concierto memorable. La música es el líquido principal que baña su alma.
Así que del vino con jazz para promocionar la cosecha del VIHUCAS de Victoriano en el extinto Café Berlín de la calle Jacometrezo, de Madrid, en los primeros años de siglo, hemos pasado a las fiestas de vino con músicas -todo tipo de músicas- en todas partes y en todo tiempo. El último movidón que llama a mi correo electrónico se llama EnoFestival, que se celebra en día 11 de este mes en el teatro Fernando de Rojas, del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Trae todo tipo de músicas ligeras, desde el power pop al rock, incluida su versión de garaje, y toda clase de vinos, desde los más peleones de Félix Solís, pasando por las mezcolanzas insulsas de los Solaz hasta los excelentes inventos del Ribeiro.
Pero hay más, muchos más hermanamientos enomusicales. Uno de los de mayor éxito se celebra en Córdoba. Lleva el fino de las campiñas andaluzas a bailar sevillanas y cantar flamenco con millares de estudiantes andaluces y otros tantos labios mojados. Dicen que llega a aliviar parte del insufrible excedente. Un amigo de mi hijo, guitarrero que conoce y toca la obra de James Page (Led Zeppelin y mucho más) como ninguno, lleva tiempo experimentado sensaciones de diferentes bebidas con todo tipo de músicas. Sostiene que al jazz -esa música sin reglas, «Toca lo que sea, yo te sigo» decía Miles Davis– le caben todo tipo de tragos. «No hay nada mejor que una cerveza de trigo turbia para acompañar las big band de Nueva Orleans, el bourbon para perderte con «la voz que arrastra pianos de Ray Charles» y el tinto reserva «a ser posible de Burdeos o Rioja, o sea vinos que te dejan pétalos en la lengua» para escuchar a mujeres como Billie Holliday o Casandra Wilson. Luego está el jazz rock caliente de Herbie Hancock o Santana, por ejemplo, «a los que le va la cerveza clarita y el buchito de ron con humos de los más variados perfumes». «¿Y qué bebidas le van al pop y al rock en sus múltiples variantes?», pregunto. «Aquí cogió la delantera hace muchos años la cerveza y el cubata en sus mil maneras de mezclarse. Aunque no deberíamos de equivocarnos, las cosas vienen cambiando poco a poco desde hace tiempo. Crece el número de jóvenes que no se pone ciego durante los conciertos, que les apetece escuchar y sentir más serenos y con mejor ánimo. Y para alcanzar ese estado el mejor estimulante se llama vino».
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