Se da por seguro que el San Valentín de los enamorados es un invento de grandes almacenes españoles para incentivar el consumo. Al igual que el día de la madre o el padre -como tantos otros días creados para intensificar el clim, clim de tiendas y restaurantes- San Valentín tiene su propia identificación: el corazón. El corazón rojo de caramelo, de chocolate, merengue o tarta de mil ingredientes… Un corazón dulzón y conservador como el que vigoriza las viejas imágenes del Niño Jesús. Porque todas estas llamadas al consumo masivo se identifican con motivos ñoños o simplemente horteras, y acaban, naturalmente, con descorches de cava y pétalos de rosas inodoras desperdigados por las mesas.
Aunque San Valentín, año tras año, se descuelga de los grandes almacenes para afincarse en los restaurantes y las cenas íntimas en casa preparadas por él. Una de esas encuestas mentirosas que bailan en las redes para calentar el ánimo consumidor, elaborada por Eltenedor, nos apunta que este año las reservas en restaurantes para celebrar el San Valentín más enamorado aumentan un 20% respecto a 2014; que preferimos las cocinas exóticas y creativas, los restaurantes modernitos y, eso sí, todo regado de romanticismo con chorreras: dulces, flores, champagne y, si es posible, Domenico Modugno cantándonos en la oreja «O sole mio».
He llamado a cuatro conocidos, además de a mi corazón, para averiguar qué pretenden hacer el sábado 14 o, en su defecto, el viernes o el domingo. Ariel, mi pequeño amigo bailarín porteño, enérgico y desternillante, afirma que se desquitará del mal rollo y las contracturas que le procura el bailar siempre con compañeras más altas que él, llevando a Sara hasta la mesa más apartada de un restaurante chiquito y en penumbra, y meterá el pie desnudo entre sus nalgas suaves y tibias durante toda la noche. “Y comeremos de los bulbos donde nacerán nuestras palabras y beberemos del aliento que desprendan nuestros besos”.
Rita ha reservado en un thai (aunque se ha asegurado de que tengan Marqués de Riscal verdejo y tiramisú). Ella le lleva el regalo de unas gafas de sol (sus Ray-Ban las perdió el sábado pasado en el fútbol) y tratará de convencerlo para que este verano se vayan una semana al chalet de los padres de su íntima amiga Re, en Benicarló. Si consigue sacarle un sí, está dispuesta a invitarlo, pues siempre pagan a escote. Luego tomarán una copa y se irán cada uno a su casa, ya que el día 13 le baja la regla con total seguridad.
Teresa ha convencido a Sofía y Juanjo (y a su churri Leo con mayor dificultad) para hacer una escapada con oferta nada menos que a Roquetas de Mar. El hotel tiene muy buena pinta, cenarán en su restaurante que estará alfombrado de rosas. Anuncian jamón de Trevélez, gamba roja y pez de San Pedro; vino blanco catalán (seguro que Raimat) y todos los piononos de Santa Fe que quieran. “¿Y de amor, qué? pregunto a Teresa. “¿Te parece poco amor gastarnos 600 euros más la gasolina?”
Telmo y Seve han reservado en un restaurante de moda, natural y atrevido al tiempo, Mama Campo. Verán la carta y optarán. Lo único seguro es que tomarán todo el Ribera que puedan sus labios calientes y dejarán sus bocas y sus ojos sueltos para disfrutar de todo lo que llegue. “Nosotros hace años que nos comimos a San Valentín, es tan poca cosa ese santo… Nosotros celebramos a diario el estar juntos en armonía. ¡Es tan raro quererse siempre sin fallar una hora desde 1971! Ah, ¿y tú qué harás?”.
Como siempre, compartiré los platos con ella. Y la cuchara y el tenedor. Tomaré con los dedos lo que me pete. Me los chuparé y se los chuparé. No faltará una croqueta de jamón y ensalada con mango. Hablaremos de la emoción que nos traiga el día. O sea, que no está excluida la lágrima en la fiesta de los besos. Nos miraremos con más intensidad de la acostumbrada y puede que silencie el móvil. Compartiremos un dulce que recuerde a obrador antiguo y huela a vainilla. Yo remataré con un gin tonic muy floral y el último vino, ella. ¿Después? … La nave descubría la corriente.
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