Acaba la vendimia en España. No hay que ser catedrático en enologías o avezadísimo cabañuelo para advertir que ha sido mala. Los veranos frescos y los otoños tempranos y lluviosos se compadecen mal con las perlas de Baco. Pero fuera de los puaff en los lagares y las maldiciones rurales de los tajos, la evidencia de una cosecha mediocre trasciende escasamente. A diferencia de hace dos o tres décadas, tenemos instalaciones, métodos para la crianza y técnicas enológicas capaces de casi todo. Hasta tal punto el circuito de la construcción de vino está acabado que hoy expertos bodegueros, e incluso los escrupulosos y enamorados de sus pagos, admiten que “es imposible un vino malo si en la bodega hay buena mano”.
Y es ahí donde creo que ha nacido un nuevo error como un cáncer cierto: nos estamos convenciendo al paso de unos pocos años que el buen vino siempre es posible obtenerlo llueva, ventee o nos achicharre Lorenzo. También hace unos lustros se festejó el fin de las moscas y el gorgojo, el cenizo de los frutales y las virosis por miles, la roya, las lepras, las monillas o las roñas en frutas y verduras con los avances químicos. Pero hoy, al menos en nuestras sociedades occidentales, abominamos, o cuanto menos desconfiamos, de esa manzana empolvada pues intuimos que nos va achicharrando las entrañas. El producto tradicional consumido de forma masiva sabemos que es una quimera, pero crece la legión de personas que sueñan con un buen manojo de espinacas parido por una tierra erada con caca de la vaca.
No obstante, no todo son huidas, renuncias y pérdidas para siempre. La vida se da el capricho, en ocasiones, de coronar a esos visionarios que no necesitan marearse para confirmar que la tierra se mueve: les basta observar al sol y el juego de sombras que proyecta con el paso de las horas. Un pequeño milagro de este corte ha sucedido en la Rioja por causa de la testarudez de un catedrático de viticultura, Fernando Martínez de Tola, que hace 25 años se empeñó en conservar las variedades de vid autóctonas de su bellísima tierra y así evitar su extinción.
Era aquel un tiempo de grandes mudanzas. Acabábamos de entrar en la CEE y nuestros vecinos franceses temían a nuestra agricultura. En tanto que unos, los más bárbaros, reventaban nuestros tráilers de frutas y hortalizas en sus autopistas, otros, cultos, melautas y muy ofidiosos, se encargaban de convencernos de que sus varietales de vides eran las mejores: más producción, más grado, más seguridad en el envejecimiento del tinto, buqués briosos y clásicos, y así. Toda una plática brillantísima a fin de colonizar nuestro paladar con el brillo del suyo tan culturalmente poderoso. Aquella guerra la libraron los gabachos (y aún persisten, aunque emboscados) en tierras hoyadas por Napoleón hace dos siglos, pero al cabo no la ganaron, aunque en zonas vinícolas antiguas desventadas por el tiempo y el abandono llegaron a implantarse.
Donde la han perdido definitivamente es en la Rioja. La persuasión de este hombre y su equipo, unida a la gran sabiduría de sus más viejos bodegueros, hicieron de la tierra donde nació el otoño la única que no amparó a las variedades tintas extranjeras. Y hoy obtienen su gran recompensa. Se imponen los caldos con menos graduación, con su punto de acidez, aroma intenso y tanino notable. Y su victoria clara viene a confirmar por una generación, o más, que la mejor viña viene del clima, la tierra y la mano que la conoce, nunca del mejor varietal importado, por más que venga adornado con todos los entorchados del imperio.
Así que viva el tempranillo, bienvenida la garnacha a su nueva vida, y que nunca desaparezcan la uva graciano y la mazuelo. Que se extienda en los próximos años, también, ese descubrimiento llamado maturana, el varietal cuyo código genético no coincide con ninguna de los 5.000 identificados en el mundo, y que han descubierto estos científicos en las tierras del Cidacos. Dicen que su vino tiene un sabor muy herbáceo, enorme color e intensa redondez en la boca. Si no recuerdo mal, eran las sensaciones que trasmitió Noé tras sus melopeas y que nos relata la Biblia.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.