Ni empleo, ni decencia

El episodio rufianesco de las 86 tarjetas de crédito para disfrute de la dirección de Caja Madrid durante diez años, escuece en nuestra conciencia social como una espina cierta clavada en la yema del pulgar. Pero es sólo un pinchazo. Otro más. A estas alturas sabemos – o más bien sospechamos – que el naufragio económico y moral de la mayoría de las cajas de ahorros (benditas las que resistieron) ha sido apoteósico. Sólo el despropósito criminal de Bankia nos ha costado 23.000 millones de euros, que sepamos. Pero a diferencia de las complejas operaciones de multimillonarios créditos inmobiliarios o de compras y adquisiciones financieras de imposible comprensión para el frágil bachiller que somos la mayoría, el affaire de las tarjetas se entiende muy bien. Sabemos el valor de 1.000, 4.000 y hasta 50.000 euros. Por ello, nos gustaría hacer picadillo – además de vudú sobre sus rostros estampados en los periódicos – a los políticos, sindicalistas, altos cargos y técnicos de relumbrón de la caja.

Con la intención de salir del atasco – es un decir – gobierno, partidos y demás líderes sociales exigen todo tipo de torturas para los nuevos apestados y algo más bastante inquietante: investigar si la práctica de pago mediante tarjetas opacas al fisco (y a todo el mundo, sería propio decir) pudiera ser generalizada en las empresas del Ibex, o sea, en nuestras grandes empresas. Otra vez Montoro, ese águila, viene a «sosegar nuestras almas» con la sospecha de que esta práctica de remunerar a los altos dirigentes empresariales pudiera estar extendida como una mancha de aceite. Ahora, nuestras miradas enfocarán los consejos de administración de las grandes firmas y preguntarán con tres parpadeos: «¿Qué, vosotros también?»

Realmente los españoles, por más torpezas que hayamos cometido y tantos malos hábitos nunca abandonados, no nos merecemos esta ducha de mierda diaria. Hace tiempo que la desafección política crece y se ahonda el abismo que nos separa de nuestras élites. De no mediar una profunda y rápida autocrítica de éstas o, en su defecto, que el viento del voto las borre, puede ocurrir que la frustración española llegue a ser colectiva y alcance a pintar de negro el telón de su futuro.

Cuando creíamos que en el Oriente chino la libertad tenía escasa ascendencia, resulta que en Hong Kong cientos de miles de ciudadanos se han tirado a la calle para exigirla. En cambio en nuestro Occidente de las libertades observamos sin gran dolor cómo éstas se podan en tanto  esperamos que se arregle nuestra economía. Pero nada indica que se progrese en la generación de empleo, ni en la recuperación de la decencia.

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