Hagan una prueba, pregunten entre sus amigos y conocidos qué saben sobre las isoflavonas de la soja y, a continuación, que les den pistas sobre quién fue un sujeto llamado Francisco Franco. Estoy seguro de que la mayoría está más puesta sobre las isoflavonas de la soja y sus andanzas milagrosas en el mundo de la menopausia y el cáncer de mama, que en las fechorías practicadas por el dictador en España. Sí, tenemos el cerebro colonizado por palabras raras que se asocian a la bondad y los grandes beneficios que nos procuran innumerables alimentos y decenas de «productos del hogar» y belleza. El mercado se nos mete a paladas, a través de la televisión y las modas, de una manera tan definitiva que la verdad es el bífidus activo que acaricia la tripita de la actriz de moda, muy bien seleccionada, y no el informe científico riguroso.
Porque, ¿hay rigor en los informes científicos avalados por reconocidos estudiosos y sellados con el lacre de prestigiosas universidades e institutos técnicos?. Cada día que pasa aumentan mis dudas. Lo comprobable es que la batalla la gana el dinero unido a los publicistas, marketinianos, lobbistas y un sin fin de espabilados sin escrúpulos. La soja tiene más propiedades que virtudes la virgen María, el yogur es como un beso de dios en nuestro estómago, el omega3 mucho más que la liberación de la mujer y el olor que desprende las ropa lavada con el borreguito salió de los mismos pechos de Venus cuando decidió transformarse en mujer. El vino ya no viene unido al alcohol sino sólo a la gracia divina y la cerveza es la libertad vestida de ligereza y risas. El chocolate te pone, libera tu amor, te abre a las caricias lúbricas, y no engorda. ¡Hasta la margarina es la brisa de barrio y la nocilla el brillo del deseo!.
Esta es la parte guay y blanca de este capítulo de camelos y consumo. Existe otra cara más siniestra, ésa que recorre las webs de «aquí pongo lo que me sale de los …», la insidia que de boca en boca va y… to er mundo se la quea: «no tomes la sacarina que es cancerígena», «cuidado con las hamburguesas que dan burro», «no compres nada que tenga colorantes y conservantes», «cuando veas en el etiquetado mucha E seguida de un guión y números, cuidado», «no te fíes de la leche barata, es suero», o » la cerveza sin marca es agua con colorante, que además la traen de fuera». «No tomes leche, ¿has visto a un mamífero adulto que lo haga?». En fin, «el agua adelgaza porque es baja en sodio». ¿Y cuántos litros hay que beber para que te aporte el sodio de un trozo de pan: diez, o sea, muerte por anegamiento.
No continuo, existe una enciclopedia de superstición y analfabetismo… y mucho listo que aprovecha (o propala), la demolición del prestigio, digo yo, de una leche (mala) para colocar otra (peor) en el lineal. Prefiero quedarme con la historia del Actimel bendito. Sabido es que este brebaje, aparente y dulzón, rebaja el colesterol siempre y cuando caminemos ligero hora y media diaria, olvidemos el chuletón de por vida, vaciemos frigorífico y despensa de chacinas y no sopemos jamás en las salsas. Pero, chico, a ese hombre que va acumulando años y las angustias laborales tan de moda, su suegra le explicó que al hijo de su íntima Pilarín le bajó más de cincuenta puntos en tres meses, ¡Y sólo tomando un botecito al día!.
¡Coño ¿y que más hizo?!. Se fue a Decathlon, compró una cinta eléctrica sobre la que trotar y correr, un aparato que se pone en la muñeca para controlar las pulsaciones, otro en el brazo para medir los metros recorridos y otro más, que cuelga de la cintura, para sumar las calorías diluidas en sudor. Se hizo también de tres camisetas que no transpiran, dos calzonas, una azul y otra gris, media docena de calcetines tobilleros blancos, un par de deportivas de las del gallo, las mejores, y dos felpas con los colores de España para impedir que el sudor le vaya a la cara. Todas las mañanas pedalea media hora, ha bajado cuatro kilos y esta más guapo que un San Luis. ¿Y el Actimel cuándo lo toma?. Por la noche, antes de acostarse, con la pastilla de simvastatina: mano de santo.