Cuando escribo esta nota aún no se conoce el número de toneladas de alimentos que se ha recogido el último fin de semana en toda España para el Banco de Alimentos. Pero superará las previsiones: los españoles somos solidarios. Esta categoría tiene numerosas explicaciones. A mí me vale una: somos generosos porque somos (o fuimos siempre) un pueblo pobre. En la pobreza anidan numerosas mezquindades, sí, porque hay que morder con fuerza la disputa del pan; pero cuando se ha obtenido un bocado, todo lo que queda puede ser compartido.
Las campañas solidarias en España, en todo caso, son relativamente nuevas, pues hasta hace veinte o veinticinco años éramos nosotros los necesitados. Nuestra experiencia en las tareas de compartir se limitaba a trocear el pan o secar las lágrimas del prójimo apenado con un pañuelo. Pero desde que tuvimos trabajo, no hubo drama humano en el mundo al que no acudiera a socorrer nuestra mano.
Ahora la tragedia se representa muy viva de nuevo aquí. Son millones las personas necesitadas de pan, manta y cobijo. Los vemos a diario en nuestro entorno y de vez en cuando se filtra por la televisión. Hay estadísticas solventes que asustan pero nuestro gobierno va a lo suyo: reducir el déficit. No le importa demasiado que haya hambre. A su entender, apaciguar este mal es cosa de entidades sociales, oenegés, iglesias, ayuntamientos, familias o amigos.
Y en este océano de necesidad aparece como playa salvadora una isla de pan llamada Banco de Alimentos; una organización privada, laica, integrada por voluntarios que ya suturaba grandes heridas de necesidad en los años de la abundancia, cuando las luces de la alegría todo lo cegaban. Son las alacenas vacías y alarmadas de albergues y asilos, comedores sociales y conventos quienes lo han colocado en el centro de la notoriedad solidaria.
Conocí al Banco de Alimentos hace unos diez años por casualidad. Un directivo de Carrefour me habló de su labor impecable y hermosa. El gigante de la distribución ya colaboraba asiduamente con él. Furgonetas anónimas llegaban hasta sus almacenes para cargar con todo lo no perecedero. Pero nadie fuera de la tienda multinacional sabía gran cosa. Aún tenía su valor eso de que la donación debe ser anónima.
Más tarde descubrí que no sólo era Carrefour quien empleaba recursos y dedicación a esta tarea noble de la que los curas parecían ser sus únicos agentes. En realidad, las organizaciones humanitarias católicas sólo (que no es poco) ponían el plato y luego sus jefes, la jerarquía eclesiástica, se colgaban las medallas. !Cuántas veces hemos escuchado a tantos roucos patrimonializar el trabajo encomiable de Cáritas, por ejemplo!. Pero las tajadas de ese plato siempre las pusieron otros: el español anónimo y la empresa o fábrica con sentimientos (o por interés, que de todo abunda).
Sin embargo, estos actores irrumpen como una riada de necesidad extrema al colocarse el desempleo en la cima de toda imaginación. En ese momento, finales de 2011 y 2012, los periodistas empiezan a preguntar qué hacen unos y otros. Hubo distintas respuestas. La más conocida fue la rapiña de supermercados de Gordillo y los suyos: demagogia pura y el peor ejemplo. A otros, como fue el caso de Mercadona, los pillaron sin los deberes hechos. El gigante valenciano, que tantos méritos acumula, nunca había donado un kilo. Pero se enmendó. Desde entonces no hay entrega gratuita que salga de sus tiendas o almacenes que no tenga colgada a la espalda su correspondiente nota de prensa.
El mérito del Banco de Alimentos y tantas organizaciones humanitarias españolas es grande. Es probable que no pase a la memoria económica de España como los estoconazos de Montoro, pero habrán cumplido un papel histórico que ya hubieran querido para sí tantos poderosos de la
historia: impedir que el hombre pase hambre. Sin ellos no sabemos que ocurriría en este país atónito. Porque el manejo global de la alimentación no es tan sencillo y glamuroso como aparece en el programa de Master Chef .
Mil gracias por tu columna de hoy. Tan necesaria como la escudilla que consiguen dar, y tan rica, hecha con los mejores ingredientes y la mano -la pluma- de un maestro.
Un abrazo