Cataluña en la Boca

Teresa Muñiz. Sin Título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm
Fotografía: Teresa Muñiz. Sin Título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm
Teresa Muñiz. Sin Título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm
Teresa Muñiz. Sin Título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm

La radio, ese chivato cálido que lleva colgando de la oreja tanto periodista en tránsito, anuncia con toda su literalidad la pregunta que pretende hacer el gobierno nacionalista catalán en el referéndum: » ¿Quiere que Cataluña sea un Estado? «. Es una interrogación burda, demasiado ruidosa e imperativa: la tendrán que pulir. Pero su conocimiento no me produce la respuesta previsible de aceptación o rechazo, indignación o desdén, no, simplemente me lleva a recordar el primer mar que vi en el instante mismo que el tren correo hacia Barcelona asomó su hocico a la costa de Tarragona. Era a esa hora en que las primeras transparencias del día descorren el velo de la noche.

Y después, aquella moto Sanglas, pesada y militar, que me condujo con Clara desde el Roses griego hasta el corazón mismo del pirineo. Allí paseamos por el castillo fronterizo de San Clemente de SaSebas danzando entre olores a cuero podrido de las botas cuarteleras y tantos tabardos aciagos de soldados de leva. La escalivada perfecta en una fonda de Sort abierta a las aguas verdes y alegres del Noguera Pallaresa, y los escargot a la llauna en una masía próxima a Balaguer. ¡Qué hermoso el chisporroteo sobre aquella chapa enorme, que antes fue señal de stop en cualquier berma de carretera cercana, y qué olor a fiesta exhibía la vinagreta construida con los mil trucos cocineros.!.

Me vino al paladar, además, la primera fideuá con sepia de aquel gran salón de la restauración barcelonesa, Las 7 Puertas, y recuerdos de espinacas y ajo y piñones y pasas envueltos con el velo deslizante, casi lírico, de uno de los mejores aceites del mundo: la arbequina eterna de Borges Blanques. El conill amb cargols devorado junto a Roger y su hija en Massanet de la Selva para celebrar la imaginación olímpica de Els Comedians, y un paseo por las bodegas Freixenet en primavera de la mano de José Luis Bonet, escoltados por más de media docena de sus diferentes vinos y una comida, luego, bendecida con un cava real reserva, en la cripta de una ermita de tiempos remotos felizmente paganizada.

El olor a mar de centenares de restaurantes, chiringuitos, kioscos y toda suerte de ambulancias culinarias, y esas palabras movidas por ondas cadentes con su punto de estridencia tan reconocible, que llegan a mi oído castellano. El sur que sale cantando por las ventanas y baila con los vahos de los bares en Cornellá y Santa Coloma, y esa esquina del Maresme, entre Arenys y Canet, donde mi primo Antonio se aviene a jugar dos tardes por semana la partida de butifarra (el tute catalán) con Xavier, y repasan brizna a brizna todas las capas de sus vidas, desde sus infancias de barro en cortijos y masías ajenas hasta su presente de pensiones en el aire.

Sí, hasta este coro de cocinas, viajes y amigos me transporta la pregunta de Mas. De tal manera me condiciona, que sin pensarlo encamino mis pasos hasta el restaurante La Huerta de Lleida, al que no acudo hace unos años. En el tiempo que se dan cien pasos vivos, llamo a Agustín para comer juntos, y dibujo un menú en la mente. Para empezar Calxotada. Bueno, no es el tiempo, mejor espinacas con piñones y pasas o, bueno, si tienen arroz con sepia… No, me decido por una sopa de Langosta Costa Brava. De segundo, butifarra con alubias, aunque, ¿no será muy pesado para mí?. Mejor conejo con caracoles. ¿Pero habrá escargots con este frío?. Comeré pato, pato mudo (ànec mut), pero les diré que lo preparen como en el delta. De postre dulce de santos, sí, panellets.

Agustín no puede venir, pero su ausencia no mengua mi ánimo. Es tarde, más de las tres y tengo hambre. Cubrí los últimos metros con el trote del maratoniano, o sea, ansioso de meta. ¡Pero la Huerta de Lleida está cerrada! Hace dos daños, asegura el portero vecino. Me desfondo al tiempo que pienso en una alterativa: el restaurante Andavant. Pero está lejos. ¿Y si también hubiera cerrado?. Me siento en ese restaurante típico de Madrid que empezaría como barra para vinate, que luego introdujo la morcilla, las aceitunas y el queso color de bilítico. Con el paso del tiempo abriría un butrón en la vivienda contigua y colocaría unas mesas en el solar, que puso de madera en los años del oro en los que también descubrió el mantel de telas. Pido cava catalán. No tenemos cava de esos c… Encajo. Bueno, pero alguno tendrán. Sí, uno de Valencia muy bueno. Traígalo. Estaba algo calentón pero era brut, no sabía del todo mal. Mire la etiqueta. Estaba embotellado en Valencia aunque en una bodega de Freixenet. Me sonreí henchido de malicia. Pensé decirle algo al palurdo pero me enmendé con acierto: que continúe siendo un cenutrio por siempre jamás.

Rematada la morcilla y en la calle ya, me llama Agustín. Tiene cojones la cosa, se lamenta. Te puedes creer que estoy como si me hubieran robado algo muy valioso.¡Cojones que Cataluña también es mía: yo quiero votar en ese referéndum!. Y yo también.

TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.

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