

Como todo urbanita bien domado he tenido mi fin de semana de setas. Hacía lustros que no me disfrazaba de rústico elegante y me tiraba – literalmente – al monte a la búsqueda del boletus. Fui de buen ánimo con mi navajita en el bolsillo, en la mano izquierda el palo de los paseos agrestes y la cestita de rigor en la derecha. Debo advertir desde el principio que creía saber algo de setas. De los trajines micológicos de infancia y juventud guardaba algunos recuerdos rosados del níscalo, pardos suaves de la seta de cardo, la fogosidad tostada de la seta de álamo y el intenso marrón al dorso de aquel delicioso bocado que llamábamos fonse a secas. Pero no. Cuando me vi en medio del robledal moteado de enormes castaños y la jara combatiendo el espacio con el helecho, comprobé que no tenía ni idea: ninguna seta de las que pude ver (pocas, pues el terreno estaba bien hoyado) me recordaron a aquellas que corté en mi lejana juventud. Me asusté y pedí ayuda al amigo que me condujo hasta tan placentera experiencia. Pero él tampoco tenía certeza. O sí, solo dos: el boletus (una clase de boletus) y el níscalo. Fuera de estas dos especies uuuuhhhhmmm dudaba de todo, es decir, que no recolectaba ninguna. ¿Entonces qué hacemos aquí?. ¡Con mucha suerte lograremos ver tres o cuatro piezas en toda la mañana!. Claro. ¿Para qué quieres más?. Con tres boletus regulares te preparas un almuerzo que ya quisiera el Papa Francisco. Me callé. O más bien se me apagó el cerebro. Un ladrido de la perra me sacó del hondón neuronal. Y resucité. Luego, revolviendo la hojarasca en busca de lo imposible, recordé que existen millares de clases de setas y más del noventa y tantos por ciento son comestibles. ¿Qué futuro es el nuestro si sólo conocemos una o dos?. Lo comprendí pronto: ninguno. Los cuatro o cinco boletus que encontramos los elevamos a la alta inspección del Tío Tejo. Eran buenos. ¿Y usted por qué lo sabe?, pregunté en plan rompepelotas. Porque conozco bien el boletus y los níscalos de aquí. Lo hemos comido toda la vida. Glup.
El día siguiente fuimos de níscalos. Era todavía pronto, pero quisimos intentarlo. En las inmediaciones del bonito pinar público, llano y frondoso, se desplegaba una atropellada furgoneta que debió de ser de color blanco un día. Las puertas todas abiertas y un sonido chiquito de palmas y susurros la rodeaban. Buenos días. Buenos días. Era una familia gitana. ¿Hay níscalos?. Algunos hay. Nos fuimos desplazando de ellos en un ángulo de 45 grados. A mi pasión por el níscalo tan intensa, como el día anterior por el boletus, se le fue el gas pronto. Solo avisté siete u ocho naranjitos dignos de ser recogidos. Mi amigo lo mismo. Vámonos al pueblo a tomar unas cañas. Al pasar de nuevo junto a la furgona, la radio vibraba al compás de unas bulerías de El Pele. La gitana jóven y guapa sonreía. ¿Cuántos?. Psss. Para un aperitivo de dos personas. ¡¡¡Mira, mira!!!. Tres cestos rebosantes de setas llenaban la parte trasera de la furgoneta. ¡¿Pero como lo hacen?!. Mu sencillo, cogemos todas las setas menos las que son mu bonitas por arriba o son más chicas que un euro y luego se las llevamos al Celedonio para el peso. Las mira y aparta las malas, que son mu pocas.
Hace años cerca de Dresde, en la Sajonia alemana, fui con una familia a buscar setas. Era un otoño muy desapacible y frío. Las dos mujeres y mi amigo Walter recolectaban tantas setas como los gitanos. Si no recuerdo mal, pudieron ser hasta catorce clases de setas distintas las que arrebañaron del suelo. Luego desayunamos, almorzamos y cenamos setas durante dos días. ¡Y todas tenían sabores diferentes!.
En fin, todo esto tiene una moraleja. La mayoría de los que vamos a por setas parece que buscamos Rólex. ¡Pues que caras se venden!
P.D.- En mi diario gastronómico anoté el siguiente comentario: “Acabamos de terminar tres boletus medianos que hemos encontrado esta mañana en la solanilla del Tío Tejo. Me he pasado con el ajo. O sea, que nunca más picaré un dientecito en un revuelto de esta seta. A pesar del malandrín madroñero el plato resultó. El aroma del boletus ganó la batalla al maridarse con unas gotas de vinagre del sur. También ayudaron, como hembras brujas, tres o cuatro hebras de azafrán. Además, teníamos predisposición. Con queso de oveja de Carrefour y vino blanco de la cooperativa de La Seca hemos cumplido la cena. Ahora estoy con el gin tonic (ella con su verdejo). Le he puesto unos enebrinas. No noto nada. ¿Estarán secas?.”
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.
Hace un tiempo yo, con otros, también fui a por setas y llenamos un capazo. Nuestra perra suerte es que en el pueblo en vez de consultar con un «Celedonio» debimos dar con alguien tan entendido como nosotros. Nos dejó dos y creo que estas lo fueron por misericordia.
En fin, tras ello también nos tomamos un gin tonic.
Muy divertido y bien escrito, aunque no quedamos muy bien en el relato y queda en el aire el reto de una cumplida canasta.