
El momento de los codazos – y algo más – entre políticos y, en general, la gente de poder, no se manifiesta en las tribunas públicas. En éstas sólo se descalifican o insultan. Los grandes combates se producen por cuestión de protocolo. El funcionario o contratado más baqueteado del mundo es aquel que tiene el delicadísimo encargo de situar a su señorito/a en la mesa presidencial o acto ceremonial en «el lugar que le corresponde». Adicionalmente, también en hallar el sillón más adecuado para su representación o alcurnia. Se dan batallas tan feroces que en ocasiones duran semanas y hasta meses.
Y no son pocas las que acaban con el agotamiento total de los contendientes y sin que se celebre el acto pretendido. Conozco ministros que nunca pisaron el ayuntamiento de su pueblo porque el alcalde no les permitió la presidencia, y una ministra y una consejera autonómica que tenían apostados espías en el aledaño del acto para que les avisarán de la llegada de la otra. Como ninguna se decidió a ser la primera en acudir, el acto hubo de suspenderse, transcurridas dos horas de la cita, por incomparecencia de tan sencillas señoras.
A pesar de la existencia de reglamentos protocolarios que ordenan los actos de la Corona y el gobierno, lo normal es que se pugne siempre con denuedo para su incumplimiento. Sólo cuando el rey o el príncipe están presentes – y no siempre – se suelen ordenar con mejor tino estos trasiegos de egos, vanidades y sentidas representaciones. Ausentes la Casa Real o el presidente del gobierno, es normal que se líe. Los más feroces suelen ser los presidentes de Comunidades Autónomas y algunos ministros; pero alcaldes hay que marcan sus reglas de juego protocolarias hasta en bandos.
Los parlamentos y los altos tribunales de justicia, Constitucional y Supremo, batallan por sus presidentes. Más allá de ellos casi todo se diluye. Y los diputados nacionales cuando aparecen en un acto, incluso parroquiano de su circunscripción, apenas son nadie.
No parece creíble, pero un porcentaje bien notable de actos institucionales o visitas oficiales, congresos o conmemoraciones, no llegan a celebrarse por desacuerdos protocolarios. Nadie quiere que otro le pise la foto o reste protagonismo. Por ello los altos cargos de todas las administraciones se lo montan por su cuenta sin avisar nada más que a la prensa, y sólo aceptan estar presentes en aquellos actos que les aseguran una buena foto.
El episodio, calificado como desplante, de Artur Mas hacia la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, se magnifica o teatraliza, pues ni Artur Mas es un «grosero que da plantón a una dama», ni la vicepresidenta es la santita prima de María Goretti. Lo más normal es que decidiera acudir a un acto en Barcelona cuando la agenda política del gobierno le permitió asistir con los galones de Presidenta en funciones y, por tanto, presidirlo. Dudo que hubiera acudido sólo con la vitola de vicepresidenta. Claro que lo de Mas tiene carga añadida pues, como antes sucediera con Pujol o Maragall, acepta muy mal no ser la primera autoridad en Cataluña siempre. Venga quien venga de visita oficial.