Asistir a una boda no es cualquier cosa. No me refiero a la pasta que te dejas, sino al sufrimiento increíble al que sometes a tus ojos. Se es testigo de tantos espantos que irremisiblemente se ha de acudir presto al oftalmólogo para que te limpie el fondo del ojo y, acaso también, al sicólogo para que te reconcilie con la humanidad y sus alucinaciones.
Lo primero que llama la atención al acercarte al bullicio de invitados que tabardean en la puerta de la ermita o iglesia, juzgado o ayuntamiento, era de pueblo o muelle portuario (podría seguir anotando otros 40.000 lugares donde se celebran bodas) son los brillos de ellas y la sosería gris de ellos. A estos no se les resbalan las americanas hasta el suelo porque la naturaleza les dio hombros. Los nudos de la corbata son eso, nudos. Pero les estorban de tal manera que los apartan de la nuez como si fueran soga de ahorcado. Claro que hay excepciones en esta grey: los que pretenden ser diferentes. Estos compran o alquilan unos trajes igualitos a los que llevaban lo músicos de Xavier Cugat al acabar las temporadas de verano. Los más decentes son los que descuelgan para la ocasión el traje de su propia boda o de la oposición. Sólo están estrechos o anchos, cortos de tiro o babosillos y con brillos. Pero alivia su normalidad. Los zapatos mejor no mirarlos. Repasemos con el rabillo del ojo menos atormentado sólo los de aquellos que se nos antojen rengos, pues van de estreno.
Las chicas, ¡ay las chicas!. Su mundo de atuendos es infinito. Todas buscan la diferencia, pero al cabo la mayoría acaban pasando por el chino o ese detalle espectacular de Zara. Van de largo, cóctel o minifalda, tanto da; de estampado cortina o tal que groupies de Fu Manchu. Las más dignas suelen ser las abuelas, quienes o bien pasan por el pespunte discreto de la modista de la esquina, o bien descuelgan del viejo armario esa antigualla elegante de los años cincuenta. Confunden camafeos con pendientes y el chal con el fular. Cuando se atreven con tocados, y no digamos ya con pamelas, parecen torretas desmochadas por un bombardeo. Del calzado para qué hablar. La mayoría parecen funambulistas atentas para no caerse del alambre. Y cuando se atreven con la alta costura, o similar, no saben qué hacer con las manos. O sí, las transforman en tibias planchas que repasan continuamente los contornos de todo su cuerpo. El maquillaje es otro capítulo. Algunas llegan como góticas de guardarropía y otras con la base de la momificación espatulaza en la cara.
Sí, el paisaje humano de las bodas es tremendo. Y ello sin hablar de curas y sacristanes, jueces y concejales, y los imposibles textos de hermanos, primos, amigos y ese croata, que el novio conoció de Erasmus en Upsala, que aparece en la ceremonia por streaming. A los primeros bien les valdría leer ese preciso artículo del código canónico que se refiere a la unión entre católicos y a los otros con referir el apartado exacto del código civil. Pero no, nos espurrean con homilías para feriantes o nos largan consejitos laicos sin gracia. De la parentela de los novios qué decir. Sólo recordaré que cada vez que esa amiga del alma le da por leer sus recuerdos, pido al cielo que venga un bolero de Lucho Gatica para rescatarme.
Está la calle y las vecinas, el invitado que llega tarde y achispado, ese padrino que ahorra en puros y trae petardos, el novio que cayó en paracaídas sobre la espadaña de la ermita, la novia sobre una cuarta de tacón que tiene que superar cuatrocientos metros de césped de un palmo de altura, el armonio desafinado, ese órgano eléctrico que le da por arder al iniciar la primera nota de tatatachan de la marcha nupcial de Mendelssohn, el jarrón de flores blanquísimas que cae con estrépito al ser torpeteado por el gato de la sacristía en fuga. El niño del novio que pide a gritos que venga su mamá, y esa madrina con la quijada de acero. La impaciencia de los invitados, el calor, el frío de dentro y de fuera. Los invitados de ella que fisgonean a los de él, los de la novia que cuchichean sobre la última historia del más célebre que trae ella. Los amigos haciéndose notar. Uno que ha trasladado los lunares negros de su camisa flamenca hasta la cara y otra que ha decidido pintarse de ratita.
Da para mucho una boda. Creo que Berlanga se inspiró tanto en ellas como en el jolgorio de los casinos. La España despendolada, entre hortera y cubista, viene a representarse en ellas. Creo que haré más tomas a propósito de la fiesta increíble de les mariages, que dicen los franceses. Porque ahora que lo pienso no he hablado de los novios y sobre todo de las fatiguitas que pasan ellas; de los preparativos: el día, el lugar, el catering, hasta donde llega el número de invitados . Tampoco he citado el vino, que merece más que un artículo, una seria investigación sociológica. Diré como anticipo que en las bodas he descubierto los riojas más inverosímiles y el manchego imposible. En muy pocas aparece el vino aceptable, y eso que venimos de la tradición de Canaan. Cuando por milagro sobreviene uno que se deja paladear es de carril: correcto, suave, levemente afrutado… calentito.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.
je, je, je. ¡Genial!