Algo me dice que el cine de verano ha vuelto este 2013 inquietante con una fuerza arrolladora. Mi amiga Jose se queja de que en su Mairena sevillana la sala de cine abierta a la manera de comedor olímpico, entre balaceras y besos, le está quitando los pocos clientes que le venían quedando en su kiosco tan coqueto como solitario. Vicente, el director del Hotel Ruso, con el que comparto cortadito matinal a veces, disfrutaba la otra mañana, el muy glotón, contando a toda la barra las delicias gastronómicas del cine de verano abierto en Villaviciosa de Odón. Manu, la interna del presidente del bloque donde vivo, no deja de hablar de las bondades de sus “corralones manchegos” convertidos en salas de cine y cuchipandas. Hasta caldereta de cordero le sirvieron en Villarrobledo mientras veía “Los Abrazos Rotos”, de Almodóvar.
Tengo que investigar si ha sido la casualidad la que me enviado estos comentarios en los últimos dos o tres días, o es que, definitivamente, el cine bajo las estrellas renace en España de la mano de la crisis global como tantas otras antiguallas que guardamos en ese arcón de la memoria junto a los besos recordados y la hiel recibida. Aunque lo cierto es que los cines de verano nunca se habían ido del todo. Cuando dejaron de ser un negocio razonable, ayuntamientos y diputaciones vinieron a rescatarlos, y hasta hubo nostálgicos y arrojados que llegaron a montar festivales en las montañas con películas añejas, rayadas o jamás vistas.
No existe español que no se haya rebujado en el cuerpo de su madre o ejercitado en el juego de manos entre las ingles con esa novia de verano en un cine a la intemperie. Más raro es que, además, haya compartido un salmorejo seguido de un ajoarriero bien calentito y dos jarras de sangría con los ojos clavados en los pechos volcánicos de Anita Ekberg. Es lo que sucede ahora, según cuentan esos que se han despendolado por España este tórrido julio. En los sesenta/setenta solo existía el ambigú. Según la longitud del metraje de la película, había uno o dos descansos y, con ellos, un hermoso y mudo anuncio en la pantalla que decía “Pásese por el ambigú”. Y en esa barra rústica y repintada verano tras verano solo se servía vino y gaseosa; cerveza y coca cola. Se picaban altramuces o cacahuetes, y mucho más tarde llegaron las bolsas de chuches y patatas. Y las pipas, siempre las pipas de girasol.
Pero como decía, comer siempre se ha comido en estas salas, mitad pistas de baile, mitad bulevares festoneados de rosales y jazmines al cuidado siempre de los grandes árboles de la zona. El más espectacular que conozco está en Alboraya, al lado justo de la cuidad de Valencia. Es un espacio prodigioso. Mil doscientas butacas o más y cincuenta mesas o más para comilones. El dueño es más conocido en la zona que la música de Paquito el Chocolatero y me contaron que el negocio principal lo tiene en la gandaya. Llega a ofrecer más de cuarenta platos diferentes, y mesas hay que están reservadas durante todo el verano. En este fabuloso cine bajo el cielo huele a mar y calamares, y a alfombra de estreno o casi. A seis kilómetros del Turia húmedo y colmatado, uno puede ver a Brad Pitt hincando su espada veloz en la paletilla del ogro bajo la brisa verde de un pino y protegido por la risa de los cañaverales. No conozco otro ejemplo mejor. Aunque si más tiernos y asombrosos. En los bosques de Ribadumia, esos en los que cuentan que se va a “desmanchar” nuestro presidente Rajoy huyendo del espanto de sus políticas, había hace tiempo un cine chiquito rodeado de bidueiros y aveleiras; de chopos y carballos en el que vi «Sentido y Sensibilidad» al cuidado de una de las mejores tortillas de patata que he comido nunca. Y en un camping salvaje, desprendido sobre una vega de Torla, el vaticano asesino de «El Padrino III» perdía sus colores púrpuras y los rojos venecianos entre las sombras de la gigantesca chopera, en tanto que una hippie holandesa no daba abasto vendiendo bocatas de queso y cerveza en litronas.
Tengo que dar un barzón por estos cines en agosto. Igual tiene razón mi amiga Jose y esos alcaldes que no dijeron ni pío cuando el gobierno llevó el IVA cultural hasta el cielo, quieren congraciarse ahora con el pueblo llano proyectando las películas que tanto pican al distribuidor amigo, o puede ser que, definitivamente, el personal haya decidido bajar de un salto los pocos escalones que nos quedan para regresar a los años setenta y reencontrarse, al fin, con “El Bueno, el Feo y el Malo”. Eso sí, que no falte nunca el papelón de pescao y la cruzcampo, la tortilla y los pimientos, los buñuelos y el arroz con leche. Porque las pipas están muy caras.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.