El Celler: bodega, mesón o venta

Teresa Muniz. Sin título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm
Fotografía: Teresa Muniz. Sin título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm

 

Teresa Muniz. Sin título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm
Teresa Muñiz. Sin título. Acrílico sobre tela 200 cm x 200 cm

Hace unas semanas que una de las revistas gastronómicas más influyentes del mundo, «Restaurant Magazine«, (tiene gracia que sea británica) distinguió al restaurante de Gerona, El Celler de Can Roca, como el mejor del mundo. Ahí es nada. Gerona, el Ampurdán y Cataluña entera se atronaron de repiques de fiesta. Y los medios de comunicación de la marca catalana, las autoridades de las más diversas influencias y el público en general expresaron un júbilo tan extraordinario que era el gordo de Navidad el que se había derramado por aquellas tierras a destiempo.

Tuve curiosidad y husmee en sus periódicos de aquellos días y entré en diversos programas de Tv3. Sospecho que Artur Más no celebraría con mayor entusiasmo un hipotético referéndum que validara sus ansias de independencia. No reproduzco frases, se las imaginan. Solo destacaré que La Vanguardia le dedicó varias páginas, amén de llamada en primera, y dio un repaso a todos los entornos del caso menos el que parecía obvio:  ¿qué se come en El Celler de los Roca?, ¿qué le distingue de los demás para merecer tan altísima consideración?, ¿a qué saben sus platos?. Ni una palabra de todo ello, ni el recuerdo de un sabor especial, ni una foto recurso de un postre, ni una opinión de entendido. Nada. Sólo fanfarrias de triunfo y vítores de jolgorio.

Gerona y Cataluña inundadas de prestigio y los lugares más apetecidos del mundo para realizar expediciones gastronómicas, turísticas, culturales… Ni siquiera el gran Joan de Sagarra, que escribió un artículo citando al restaurante, en el título vino a redimir mi ansiedad, pues que se limitó a felicitar al trío de hermanos Roca y recordar que la última vez que estuvo en su establecimiento la cocinera esa su madre. No encontré nada escrito que aludiera al misterio de sus preparados, sus virtudes, la magia o la inventiva que llevan en la mano los hermanos Roca. A nadie le vino a la cabeza que en un restaurante no se juega al fútbol o se celebran mítines o es el paritorio de las hadas. Pero así lo celebraron, como si fuera un espectáculo.

De este perfil las cosas, empecé a investigar sobre el restaurante por otras vías. Y mi preocupación se aceleró al comprobar mis nulos progresos. Resultó que no encontraba a nadie que supiera algo más que yo, que dispusiera de mayores referencias que las que vienen del ruido de la prensa cotidiana y las notas desarticulares que cuelgan en Google. Solo un conocido de Esplugas se acordó de que un amigo de su jefe le dijo un día que hace un par de veranos estuvo allí. ¿Qué hago con este artículo?. Me rindo. Pero anoche tuve un largo sueño. Contemplaba en primera fila un desfile de moda. Lo protagonizaban chicas muy jóvenes. Sus vestidos alternaban blancos con grises y naranja (?). Pero la sorpresa no estaba en sus prendas lánguidas hasta los tobillos sino en los manojitos de acedera pinchados en sus solapas, a modo de broche,  prendidos por la mano de Josep Roca. Después alguien me llevó hasta el escaparate central que destina el hotel Ritz de la Place Vendôme de París, para la exhibición de las joyas más extraordinarias del mundo. Allí se exponía un plato que parecía ser un montículo de mieses verdes  (¿ trigo quizás?) y varias sardinas ahumadas. En el salón del hotel, pleno de esa luz de la tarde que parece derramarse en oros, la reina Sofía comía aceitunas negras caramelizadas que ella misma extraía de un sagrario barroco. También vi correr a gran velocidad al pirata pata de palo de la Isla del Tesoro perseguido por Stevenson. Huía portando un plato de cordero y sus mollejas doradas y mordía un brioche de trufa. Y detrás de un ventanal, protegido del sol por unas cortinas venecianas rojísimas y doradas, Kipling hablaba con dos leones de los suculentos platos del restaurante de los Roca.

Luego salí hasta un bosque muy húmedo y un tanto lóbrego. Olía a yerbas en proceso de pudrición, a junqueras húmedas y al vaho desprendido de los abedules. Un hombre enano, aunque sin los rasgos de los monosómicos, hundía sus manitas en el pasto apardado y blando y luego se las llevaba a la nariz y una y más veces. » Estos sí son los olores antiguos», me dijo, y señalando al cielo con sus dedillos, continuó: «Allí en Groenlandia se crían los bueyes más viejos del mundo. Su carne y este olor nos llevarán al principio de los tiempos del sabor y los aromas, a ese instante preciso en que los daneses éramos los dueños del norte del mundo, de sus bosques, sus mares y sus nieves eternas».

En ese instante la perra a mis pies ladró. Me desperté con una acidez desconocida en la garganta. Luego se calló y me volví a arrebujar. Quería penetrar de nuevo en el huevo del sueño, pero no fue posible. Entonces quise interpretarlo y llegué a conclusiones bien pedantes. La mejor cocina española en mi sueño es como la alta costura o las joyas, las magistraturas únicas o los más grandes soñadores del mundo. Pudiera ser. Acaso por ello sea tan deseada y desconocida al tiempo. Un lujo para ricos y coleccionistas de felicidad, y un acicate para todo cocinero, repostero o restaurador con voluntad de crecer. Tendré que ir a El Celler. Me cuidaré de que el cerdito de los dos euros engorde más aprisa, y pediré cita. Espero que cuando me llegue el turno, no les haya entrado a los hermanos Roca la tontuna de pretender descubrir la esencia misma de la cocina catalana, que solo continúen evolucionando sobre la cocina divina de su madre y aguantando el chaparrón de tanta competencia.

P.D.- Cuando había enviado este artículo me devuelve la llamada mi amigo José Luis, valenciano exquisito y mejor conversador. ¡Él con su pareja habían estado en El Celler!. «¡¿Pero cómo me lo cuentas ahora, hubiera escrito otra historia de haberlo sabido?!. «No importa, me dijo, anota en la última línea que el restaurante de los Roca es superior al de Arzak y que Jordi Roca, el repostero, es un Ángel con mayúscula».

TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.

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