Vuelven las ferias al Sur. Todo empieza por Sevilla. Lo demás llega rodado. No existe rincón de Andalucía sin sus días y noches de vino y bailes. Y viene de antiguo. En realidad desde el mismo momento en que el hombre del Mediterráneo supo cómo estimulaba el vino y la risa. O sea, hace millones de años. Todo el mundo baila y se estira en excesos mundanos, aunque los que se dan en el Sur vienen acompañados de un subrayado especial. Muchos atribuyen ese papel destacado de los andaluces a la impronta decisiva de eso que llamamos gracia, aunque la mayoría percibe que es el carácter de los andaluces, su gusto por la vida y el afán por disfrutarla, aquello que les hace diferentes y únicos en la fiesta y su jolgorio.
A esa predisposición, cuasi genética, por el juego compartido de la fiesta contribuyen innumerables materiales, intangibles en su mayoría, atrapados con celo por eso que llamamos tradición, que los deja escapar a voluntad cuando cree necesario. El toro de este coso universal es la palabra cantada con sus melismas por millones, el compás de las palmas y el zapateo con su polvo hasta el cielo. El torero, en cambio, es el vino fino.
Dejemos suspendida ahora esta nota y extendamos ante los vinos del Sur nuestras mejores alfombras, la roja de las estrellas y la blanca de la boda soñada por esa chica linda. Porque no se si sabrán que las grandes bodegas de la baja Andalucía son parada natural de los ángeles cuando pasan por Europa en su rondas por el mundo. Sí, se alimentan, se extasían, se sacian, se alborotan, se aman…con los mejores aromas de estos caldos; sí, esperan a que los vinos rompan sus velos frutales y vivísimos (las células madre de las uvas palomino y Pedro Ximénez) en busca de las nubes para atraparlos apostados como los escopeteros que acechan a las bandas migratorias.
Estos inquilinos inocentes son conocidos desde siempre por los jefes de las bodegas y también por algunos poetas. Alberti y Caballero Bonald han jugueteado con ellos de igual manera que los arrumbadores proceden con las duelas en los patios bodegueros. Y Ricardo Molina se envanecía ante José Cobos de haber hablado con ellos cuando los medios de vino llegaban sin ningún orden a su mesa de Las Camachas en Montilla.
Pero nadie los ha delatado nunca. Como dice mi buen amigo Antonio López, al fin y al cabo se solazan en el vino que vuela y nadie aprovecha. Y qué mejor destino para una bodega que estar al resguardo de los mismísimos ángeles y no de esa tela de araña como un horrible Pantocrátor. Item más, los ángeles que recalan en las crujías, cruceros y bóvedas de las iglesias de Baco casi siempre vienen de las muy húmedas y frías grutas del whisky de Escocia. Allí también se aplican en los hervores del trigo y la malta. El cineasta Ken Loach les dedicó una película deliciosa hace dos años llamada «La parte de los Ángeles».
Pues bien, ese vino que engolosina a los ángeles es el mismo que acaricia las gargantas de centenares de miles de andaluces y allegados; viajantes y deambulantes; despistados, perroflautas y japoneses.
Como vamos comprobando no es un vino cualquiera, viene de la mismísima cepa que embriagó a Noé , el que nubló a Ulises cuando vagaba perdido por el estrecho y creyó oír la llamada de Calipso; el que condujo al enamoramiento a Gárgoris y Habidis, ese que llevó Colón a las Indias, el mismo que repartió a placer el Gran Capitán entre la tropa tras la victoria de Garelllano, el mismo que desvaneció la locura de Poe… por un momento, el que disfrutan los aristócratas ingleses protegidos tras sus ventanales húmedos. Sí, ese mismo que el bodeguero sabio y enamorado guarda en un lugar silente y bien cerrado que llama sacristía…
El vino fino andaluz es algo más que historia y tradición. Es sobre todo identidad y memoria. El único vino de España que encara la globalización comercial y los huracanes mediáticos que desmochan las culturas creciendo como siempre hizo, nutriéndose de las misma levaduras y perfumándose en las mismas maderas. Sus criadores son héroes que sacan fuerzas del mismo resquicio que se abre para que el enamorado lance sus besos. Estos vinos, en fin, son una bendición producto de los pocos milagros que hace el hombre.
TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en la Escuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.