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El escrache -palabra rarísima sacada de las sentinas del lunfardo porteño- está de moda en España. A estas alturas casi todos sabemos de que se trata: protestar con firmeza y gran fanfarria de repulsa frente a domicilios o sedes sociales de aquellas élites que influyen de manera destacable en la gestión de los intereses generales. Estas caceroladas, más rabiosas que festivas, se vienen produciendo sobre todo para denunciar los desahucios de viviendas e impedir que se ejecuten los más lacerantes. Su proliferación ha puesto en alerta al Gobierno y asusta sobremanera a todo responsable político de entidad y otros dirigentes empresariales o sociales con influencia real en nuestra vida pública inundada por tanto malestar. Sienten que van a por ellos, que los señalan con el insulto y llaman al timbre de su casa, o sea, meten el dedo de la denuncia en su intimidad personal y familiar. Es fácil suponer, pues, que su irritación es grande y que muchos desearían ver ya a un gobierno decidido y duro que limpiara los portales de sus casas de proclamas y vejaciones. Su malestar es entendible, pues el disfrute de la intimidad y su protección por las leyes, es quizás uno de los derechos individuales más nobles que impulsó la «burguesía revolucionaria», como dijo el maestro Miguel Artola, y que luego alcanzaría a todos en las democracias avanzadas.
¿Es todo esto, sin embargo, argumento suficiente para criminalizar llamando filoterrorista al que así protesta y considerar su presencia en estas manifestaciones un acto delictivo?. No. La historia, como casi siempre, acude en nuestra ayuda para intentar despejar la pregunta. Las primeras protestas obreras del XVIII y XIX se inician con movimientos similares a los escraches del momento. Eran pequeños grupos de trabajadores los que se manifestaban ante las fábricas exigiendo mejoras sociales o salariales. Algo insólito, increíble, inadmisible entonces (como ahora se les antojan los escraches). Lo hacían en pequeños grupos porque las asociaciones obreras estaban prohibidas. Pero su éxito fue escaso y su imagen terminó descoyuntada por la propaganda del poder y sus excesos en ocasiones violentos. Este proceso de máxima necesidad, opresión y violencia empieza a superarse sólo cuando los trabajadores alcanzan leyes que les permiten asociarse en sindicatos.
Pasado más de siglo y medio volvemos a aquellos tiempos. Los nuevos enragé pasan de sindicatos y partidos de izquierda tradicionales y buscan nuevas formas de protesta. Creen que manifestaciones, incluso de 100.000 personas, no logran mover un músculo de los poderosos. Por ello acuden al escrache con el que, para su sorpresa, están consiguiendo irritar a los poderes actuales de la misma manera que los obreros pioneros de la denuncia social ofuscaron al patrón del textil catalán en el año 1854.
Nadie sabe la deriva de este movimiento y hasta dónde puede llegar la respuesta del Gobierno. Estamos ante un asunto de importancia. Lo único seguro es que la nueva vanguardia social lo va a pasar mal hasta encontrar niveles razonables de aceptación para sus maneras de expresar la repulsa de unas políticas que nos llevan a la pobreza.
El vídeo (en CC) corresponde al escrache a la diputada del PP Dolors Montserrat y ha sido tomado del canal de Youtube de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).