Sin alternativas no hay política y, apurando, tampoco democracia. Más o menos ese es el camino que llevamos en España. Con un gobierno instalado en el fatalismo del recorte y la austeridad a tortazos, que vocea al ciudadano que pierda toda esperanza, pues no será clemente, y amenaza con el palo y tentetieso, ¿qué salidas quedan?. Muy pocas. El arrogante enroque del ejecutivo indica que se defenderá del ciudadano – harto y desconcertado – con todas sus fuerzas desde la ciudadela. El futuro que aventura será aquello que nazca de las cenizas tras la batalla, o sea, que nadie debería atacar al gobierno porque sería peor. El ciudadano observa cómo se desmorona todo aquello que le hacía vivir, pregunta por qué pero nadie le responde. El gobierno, a medida que se calienta la calle, empieza a culparle también de los males de España, acompañando así a los responsables de siempre: los socialistas y Europa. Este es otro de los graves contratiempos que importunan a nuestro país: los gobiernos del PP nunca son responsables de nada.
Malos tiempos los que atravesamos cuando lo único cierto es nuestra galopante ruina y el empecinamiento inconsciente del gobierno en mandar por encima de todas las cosas (y sus torpezas), amén. Nadie debería resignarse. Si el gobierno está ciego, estamos obligados a ayudarle a cruzar la calle pues nunca nadie salió del pozo escarbando en el fondo. Debemos arrancarle esa ofuscación que le ha provocado tantos informes de asesores neocon que le llevan a creer que una vez que España se pueda vender entre un 30 y 50 por ciento más barata del precio que ticaba en 2010, lloverán las ofertas por ella; volverán los capitales extranjeros para comprar nuestras empresas y viviendas, a inspirar nuestras políticas y poner a subasta nuestros museos. Se moverá el dinero que aliviará el paro. Y entonces alguien dirá: hemos salido de la crisis.