En el mismo instante en que España alcanza a conquistar una situación económica límite, cuando el único recurso que le queda a nuestro gobierno es que Merkel se apiade (sí, escribo «apiade») de nosotros, en ese preciso momento ocurre que es nombrado Presidente del Tribunal Supremo un tipo honrado y trabajador, un magistrado humilde. Es decir, una persona honorable. Los que siguen el pedregoso mundo de la judicatura sostienen que este nombramiento sorprendente es fruto del azar, pues azaroso es que el nuevo Presidente sea un progresista aupado, entre otros, por cuatro consejeros conservadores y algo, sin duda extraordinario, sin el concurso decisivo del Presidente del Gobierno (con o sin acuerdo con la oposición) como ha sucedido siempre desde que vivimos con la Constitución del 78, y no digamos con anterioridad.
Así pues, ha ocurrido que un magistrado, buen conocedor de las leyes, discreto, sensato y dialogante ha sido nombrado por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sin otra mediación que el azar y sus méritos. Pero, ¿quién es este hombre?. Anotar de entrada que ya es mucho en estos tiempos que nadie hasta ahora ha levantado un pero contra Gonzalo Moliner salvo, claro, los extremistas que apedrean siempre. Pero debe haber más. Quienes le conocen destacan de él tres características: trabajador, conversador y gran andador. O sea, reflexiona, contrasta pareceres y se informa y luego se arremanga ante la pluma y el papel.
Para que un CGPJ en conflicto explosivo se inclinara por él frente a otros deben de haber algunas razones más que la del caprichoso azar. Moliner ha debido de ejercitarse durante toda su vida en la gimnasia del buen dialogante que no es otra que la de advertir en el otro, por muy ajeno que le sea, aquella mota, o rasgo o parecer donde encontrarse. Y a estas alturas de su vida deben haber existido decenas de miles de esos encuentros provechosos.
Ahora, no obstante, empieza todo para en nuevo Presidente del Supremo. Su primer empeño debería ser el de hacer practicable el Consejo, pues hoy es un lodazal de ambiciones y decepciones. Y después, iniciar esa partida de ajedrez con el ministro Gallardón con el propósito de que la voracidad del Adusto Faraón quede satisfecha con la parte que justamente le corresponda. Este magistrado sí cree en Montesquieu; irá a las Cortes sin rechistar siempre que le llamen en reglamento, al tiempo que defenderá la autonomía y el prestigio del Tribunal Supremo como una fiera siendo él un pacífico.