Olimpiadas

Vienen muy bien unas olimpiadas en estos momentos, pues nuestro mundo en crisis y muy confuso se mira cada día con mayor determinación ese ombligo nacionalista donde cree encontrar consuelo y refugio. Sin ir más lejos, los alemanes llevan una gran temporada sacando a pasear a sus nibelungos y los ingleses se asoman, con mayor frecuencia de la acostumbrada, hasta sus praderas verdísimas y abren el álbum de las mayores glorias. España e Italia, atrapadas en el galimatías pegajoso de una prima quinética, no tienen tiempo aún de recordar acaso los mejores momentos de su peseta o, en el caso de los italianos, cuando eran tan hermosos, creativos y valientes que inundaban el mundo de risas y mujeres extraordinarias. Pero por las venas menos visibles de nuestros cuerpos corren melodías que recuerdan aquellos tiempos en que todos nos sentíamos independientes.

La cita deportiva londinense debería cambiarnos el relato de agosto. El olimpismo une; los olímpicos lo comparten todo en tanto que compiten entre ellos como fieras. Rubios y morenos, exóticos y clásicos toman el mismo sol y beben del mismo agua, en la misma Villa. Todos son jóvenes, fuertes y bellos. Son de esa clase de soldados que rompen la formación para dar la mano al compañero del ejército enemigo. Tienen en su mano y la frente los atributos riquísimos con que los antiguos homenajeaban a sus héroes y dioses. Cuando nuestros altares están infectados de termitas y nuestros dioses de siempre son muy viejos, estos atletas rescatan para el mundo entero las emociones y enseñanzas que las criaturas del Olimpo dejaban al pasar por la tierra atraídas por su pan y su sol o cargados de determinación para raptar (o poseer) a los más hermosos. El deporte también es belleza y la única competencia entre los hombres que concluye en un abrazo aunque sea mojado por las lágrimas del perdedor.

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