Lo más excitante del momento presente es que nadie sabe qué pasará mañana. Esa certeza nos iguala a todos. De alguna manera todos somos pioneros. Caminanos hacia adelante (o hacia atrás, depende) buscando algo sin saber qué es. Por ejemplo, el mundo del papel (los periódicos, los libros) vivaquea hace años en busca de un futuro sin éxito alguno hasta el momento. Igual ocurre en el mercado universal del arte, el espectáculo y el entretenimiento. Lucha a brazo partido contra una humanidad que le asalta hasta hurtarle sus creaciones, pero no ha ganado ninguna batalla significativa. Muy al contrario, crece la opinión de que la red es libre como libres deben ser los contenidos que por ella pasen.
Los creadores (todos menos los que aún no son conscientes de serlo) están perplejos y a la defensiva: les hemos asustado. Las tecnologías de la información (TIC) y su uso han acabado por desempolvar una vieja ideología que justifica no pagar por el talento y la belleza. Pero un empaste sí, y la mala escuela también.
El creador sin poder acceder a la ración de comida caliente del día terminará por hacerse fontanero o, acaso, fósil. Habrá otros que buscarán al mecenas, quien les dirá qué hacer y quedará pisada para siempre su libertad creadora. Aunque no deberíamos avanzar demasiado en este discurso, pues acaso no lleguemos tan lejos y todo quede en un severo reequilibrio de las capas tectónicas sobre las que se venía ofreciendo la creación artística desde hace más de un siglo.
Muchos pensamos que demasiados artistas se engolfaron en los juegos con sus musarañas y se olvidaron del mundo que debería entenderlos y, acaso, con derecho a ser mejor por su influencia.