La alarma, no hace demasiado tiempo, era esa señal que se daba a los militares para que estuvieran alerta ante un inminente ataque enemigo. Con posterioridad, la alarma se extiende a otros episodios con alta probabilidad de traer calamidades como son los desastres naturales. Luego, por extensión, alarma se llamó a todo artefacto que pita, ulula, atruena o ensordece a las gentes en pueblos y ciudades.
Hoy, la alarma es una compañera de todos nosotros. La utilizamos y nos la endilgan por cualquier trivialidad. Claro que los grandes expertos en alarmas son los medios de comunicación y los políticos, por este orden.
Ambos colectivos, que estuvieron coaligados con el sensacionalismo y el populismo, respectivamente, desde el inicio mismo de su expresión moderna, vienen superando en los últimos años de manera natural aquellas calamidades públicas. La sal gruesa del amarillismo ya no escuece y la astracanada populista ya no cala.
Así las cosas, la alarma ha esposado con el escándalo. Si no hay escándalo nada transciende, a nadie interesa. Y en esas estamos, buscando cómo hacer de un contratiempo político un episodio dramático y definitivo.
Una muestra: el escándalo de los eres en Andalucía. Es un asunto feo, sí. Un puñado de sinvergüenzas se ha aprovechado de un canal de ayudas públicas destinadas a empresas en dificultades. Al descubrirse, el gobierno de la Junta manda toda la información de que dispone al juzgado. O sea, hace lo que toda administración que se precie debe de hacer: que se aclaren y depuren las responsabilidades en el ámbito competente.
Pero para el escandalizador esto no es suficiente: quiere al enemigo crucificado ya. Así son las cosas: el alborotador político se pregunta para qué sirven leyes, jueces y policías, cuando son tan tan expeditivos el escándalo y el linchamiento.