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En ocasiones suelen ganar los pobres. Son raras pero se dan. Uno de estos acontecimientos felices lo difrutamos los últimos días: la Unesco ha otorgado al flamenco su mejor galardón: bien cultural inmaterial de la humanidad. Los flamencos están de enhorabuena y aquellos que disfrutamos de su arte también. Es el homenaje a una larguísima historia de marginación y pobreza que la rareza de unos hombres supo transformar en arte. Porque el flamenco, sus múltiples palos y expresiones, así como su evolución misma, es la sublimación de la opresión y lo popular hasta convertirlos en expresión artística para el disfrute y el culto. Es el arte y la cultura más genuinamente popular de España a cuyo carácter le da uno de sus rasgos más modernos y luminosos, a pesar del desdén y aún el desprecio con que siempre fue tratado por el poder. El flamenco hasta anteayer estaba recluido en las familias de arrabal y las noches de farra. Era algo así como el desordenado e inquietante mundo de la droga y sus periferias, lamento de gentes de mala ralea y alimento de gitanos y desarraigados. Pero en ese mundo «crecían lotos entre los jarales» que deslumbraron a aquellos románticos ilustrados -casi todos extranjeros- que lo pintaron a color primero, le dieron un rincón en las tabernas luego y, de allí, a los cafés cantantes. El mundo del jondo y la zambra empezó a hacerse visible para la mayoría al tiempo que un puñado de pioneros lo ofrecían al mundo a pequeñas cucharadas de portento. Hoy el flamenco es el arte más definitivo que han parido los más pobres de nuestro país y la identificación más reconocible de España; un patrimonio enorme que no para de crecer. Si no creen al periodista acudan a la última película de Carlos Saura, «Flamenco, Flamenco». Verán como ese tronco que legaron los primeros artistas conocidos del bajo Guadalquivir no deja de extenderse en ramas y esquejes y tallos y hojas que son cantes y bailes y sonidos genéticamente protegidos para no tener fin.
