Delibes

Miguel Delibes
Fotografía: Miguel Delibes
Miguel Delibes
Miguel Delibes

No debería extrañar que pasen miles de personas por la capilla ardiente de Miguel Delibes. Los 400.000 habitantes de Valladolid desfilarían contritos ante su ataúd si estuviera expuesto para ellos dos semanas. Delibes era a la ciudad del Pisuerga lo que es su Campo Grande o la calle Santiago o el río o sus innumerables barras para chatear el clarete o los riberas. Más de ochenta años lo vieron caminar discreto por sus calles siempre en dirección al periódico o la tertulia o enfilando hacia el campo. Los vallisoletanos han vivido una larga vida acostumbrados a este hombre; toda una personalidad confundida en la figura de un cidudadano corriente o, dicho de otra forma: lo extraordinario de rozarte con un titán de las letras por la acera del Paseo de Zorrilla o imaginarte que la calle Duque de la Victoria se convertía en una rastrojera fértil en pitirojas a su paso. Delibes deja en sus libros un imperio moral. El retrato caliente de una sociedad sufriente enclaustrada en las casas más frías de España, y la mirada oceánica hacia esa Castilla vieja, ajada y en retirada desde siglos a la que sólo su amor pudo darle vida. Se ha ido el mejor narrador  español del siglo XX. Otros lo fueron más intensos o tuvieron mayor imaginación. Pero ninguno construyó un mundo tan extraordinario esculcando en la sobras de una sociedad prisionera y unos campos debastados. Es nuestro Dostoievski de la mesura, un suave Balzac, un Faulkner que no necesitó imaginar otro mundo que el suyo para construir su obra. Fue un ciudadano corriente, un hombre enamorado de su mujer y un gran padre. Y siendo un castellano austero y discreto sólo levantó la voz para advertirnos que la tierra se moría. Las otras muertes que encontró, la mayoría, las encastró en sus novelas.

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