Probablemente los creyentes de las más diversas religiones no esperan tanto de sus dioses como los norteamericanos, y otros cientos de millones que no lo son, de Barak Obama . El estado de excitación máxima y expectación total generadas por los fastos y discursos de su toma de posesión han desbordado cualquier previsión. Europa, en concreto, ha seguido los primeros pasos del mandatario estadounidense como si se tratara del mismísimo mesías redivivo. ¿Es para tanto? ¿Es necesario derramar tantas esperanzas a los pies de un solo hombre? Con toda seguridad, no. Mas, asegurar esto es tanto como no decir nada, o de nada vale. El mundo occidental, perplejo y desnudo, se ha echado en sus brazos sin remisión y casi sin pensarlo, pues el paisaje que le rodea es tan desolador como su miedo al futuro. Después de largos años de vino y rosas, hemos descubierto con pavor que vivíamos en una burbuja, que casi nada era verdad, que nuestras calles, nuestros pensamientos y los sueños eran sólo performances. Nos habían convencido de que habíamos superado la tiranía de los ciclos económicos y alcanzado ese dorado de bienestar permanente. Y resultó que los dueños del dinero y sus administradores nos habían engañado y aquellos que tenían que haberlo advertido y parado no lo hicieron. Todos nos hemos equivocado.
El mundo se ha complicado de tal manera que nadie honesto puede predecir nada. En un tiempo así sólo cabe tener fe. Obama es, pues, ese clavo ardiendo al que todo el mundo se agarra sin saber muy bien por qué pero con el afán y la fuerza misma del poseído. Y ahora, el presidente de Estados Unidos bastante tiene con limpiar su país de tanto escombro.