Nuestro país viene haciendo cosas muy bien y con mucho esfuerzo. No todo, ni mucho menos, es regular, malo o un desastre aunque sea lo que destaque en esta España globalizada superairada, crítica y depresiva. Leo esta mañana que las exportaciones de vino crecen en el último semestre por encima del año pasado. No es mucho, pero hace años que vendemos más litros de caldos envasados que a granel y nuestros ingresos crecen mientras el vino en cisterna se contiene. Es una rutina de datos los que proporciona Agricultura en los últimos años. Caminamos a paso de arriero pero cada vez tenemos más burros y más botellas que despachar. Empiezan a conocernos en los lugares más remotos (Vietnam, Singapur…) y cada vez son más los restaurantes suntuosos del mundo que se nutren con los vinos caros que giran nuestras bodegas. Nuestro descorche huele bien.
Es verdad que el muro francés es demasiado fuerte para romperlo al no tener a mano el dragón robado a Daenerys para incendiarlo. Domina el sacral mundo del gusto y la liturgia del vino, pero hace tiempo que los comerciales españoles y sus redes han decidido que no les importan los napoleones, que también pueden lidiar a sus toros de la Camarga. Así que el occidente burgués se nos resiste. Pero los ricos también cambian, sobre todos los que viene pariendo por millones el oriente multicapitalista, que traen una lengua más inocente, olfato distinto y otras costumbres.
Lo bueno, no obstante, es la batalla global emprendida hace años sin que haya habido tregua alguna, con muchos cadáveres y sin perdedores. Es imaginable ver al vendedor de vinos de los últimos años, pongamos que en Canadá, con un porte similar al vasco pionero en la venta de máquina herramienta: aguantar y sufrir, sufrir y casi reventar. Pero al tercer año de picar, obtener el primer pedido. Esta es la técnica: no abandonar nunca, no dejar de mirar al potencial comprador a los ojos aun cuando los tenga cerrados. Ya claudicará; en algún momento necesitará descorchar el vino que le ofreces.
Así que esta empresa se conduce como marcaban los cánones del comercio clásico y funcionaron siempre: poco a poco, hasta terminar siendo eternos; superar caprichos, modas, sabotajes y hasta guerras. Porque el sabor del vino con personalidad se queda sellado en la memoria como el primer beso, el primer sobresaliente escolar o el primer vuelo en avión. Y después saciarte de él será una misión en la vida.
Vino español en Ho Chi Minh
Sí, hay miles de españoles que hollan innumerables caminos del mundo vendiendo que merecen la pena. Es cierto que el 40% de nuestras exportaciones van de la mano de las multinacionales aquí instaladas (el automóvil por ejemplo) y que la agricultura y cien mil artículos de menudeo tienen gran peso, pero estamos realizando el gran Máster de venta universal que este país nunca hizo a pesar de que un día lejano fue grande. Y eso quedará. Las redes comerciales modernas son como los viejos corsarios: mueven un producto cuando ya tienen un destino. Y los demandantes crecen.
En la ciudad de Ho Chi Minh, antigua Saigón de la prostitución y la guerra, me ocurrió algo bien curioso el verano pasado. Hartos de la célebre cocina vietnamita, que, créanme, no existe, llegamos hasta un restaurante alemán, pues necesitábamos carne. En la carta de vinos, tres españoles. Recuerdo el reserva de 2010 de Marqués de Murrieta y quizás un Riscal. Más de 60 dólares, imposible para el grupo. Pedimos un blanco australiano y un tinto de Sudáfrica, ambos sobre unos 20 dólares. En una mesa próxima, vocinglería de chinos bien dispuestos de botellas de vino y buenos golpes de chucrut. Uno de ellos repara en que hablamos español. «¿Españoles?» «Sí.» Alza una copa y la muestra: «Buen vino español, buen vino español». «Cierto, pero es muy caro para nosotros» «¿Caro? Noooo. Vino muy bueno. Regalo botellas». Y cayeron dos reservas de Murrieta de 2010.