Es fácil exclamar: “¡He comido como nunca!”, inmediatamente después de haber papeado y bebido como un señor y muy a gusto. Pero es más improbable que tu cabeza repique después de días y aún semanas: “Qué bien comí en …” o “¡Es la mejor comida que he hecho en años!» Bueno, pues durante los últimos días no hago otra cosa que recordar la cena que nos proporcionó Ana en su restaurante Barrera (Alonso Cano 25, Madrid).
Algo más que buena cocina, mucho más que unos platos sensacionales, a varias cabezas de distancia de los más afamados restaurantes. El pequeño restaurante que lleva Ana (alma tan grande como sensibilidad entre fogones) tiene una carta escueta que se convierte en evocadora e inmensa cuando la canta con voz suave y llena de sustantivos. Todo lo que ofrece son platos españoles de siempre: menestras, pistos, albóndigas, asados de carne… pero ninguno se parece a lo ya conocido.
He comido patatas revolconas desde Cáceres a Segovia pasando por Ávila y hasta en esa plaza de arrieros y eterna que reserva para sí Alba de Tormes, pero nunca como en este restaurante: un lujo calórico que disfrutas en la boca como si el tubérculo se hubiera transformado en seda comestible. El morrillo de atún, ese “cereal de los dioses” que dicen que nadie ha superado desde que Japón se atrevió a ofrecerlo a su emperador, se humilla aquí. El que se cocina en Barrera lo supera. Y hasta la mandarina tardía de monda dura se repone en el paladar, ganándole en intensidad al mejor chocolate que le cubre.
Sí, en el restaurante de Ana ocurren estos milagros. Esas apariciones celestiales o mágicas, sin embargo, no solo las aprecio yo como si fuera un agraciado pastorcillo de Fátima, esa vara de las hadas está al alcance de todo aquel que quiera entrar en ese lugar del máximo lujo gastronómico.
Lo curioso, no obstante, es que Barrera está a dos pasos de ese fenomenal distrito gastronómico, cervecero y millennials que se ha creado en la calle Ponzano. Tantos miles de personas forrando de llenazos a establecimientos sin más estrellas que las efímeras que cuelga la moda y qué pocos se fijan en este pequeño edén. Una pena. Los listos, espabilados, lumbreras, e incluso los gusarapos que les siguen también, deberían entrar de incógnito (bueno, estas gentes nunca pasan desapercibidas) al local de Ana y disfrutar de lo que ésta decidiera en su orden y cantidad. Descubrirían que está al alcance de cualquiera con buen ánimo deleitarse en un “cinco estrellas” que solo tiene una docena de platos que ofrecer, un puñado escaso de postres y una bodega chiquita. La medida de todo la establece Ana. “¿Tienes prieto picudo de León?” “No” “¿Y un Toro de 2004?” “No” “Y …” “No”. Pero a continuación trae el vino que en realidad querías y en su punto exacto de temperatura.
¿Quién amasa tal milagro? Mi amigo Juanjo, también traspuesto, mantiene que Ana es una elfa mágica en nuestras tierras, aunque sin orejas largas y puntiagudas. Porque, vamos a ver, ¡si crea unos callos a los que es preciso hacerle la ola incluso antes de probarlos!
Cuando reserven en esta casa no reparen nunca en el dinero que les puede costar el cubierto; ni en si aparcar es dificultoso en la zona, o llueve o hace calor: nada de eso; acudan acompañados de una moderada agitación de estómago, sonrisa en el corazón y dejen que Ana les hable. Cuando paguen lo que paguen no les dolerá. Es uno de los restaurantes más baratos de Madrid: te da gloria por un puñado de euros.
A PAULA NEVADO, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo.