Un Madrid muy amplio prepara de nuevo los avíos del luto: cierra Embassy el día 31 de marzo. Y no es poca cosa la noticia, venida de sopetón. La tetería, bar y restaurante a la vera del Paseo de la Castellana más burgués es uno de los últimos estandartes al aire que quedan del convulso siglo XX madrileño. Rincón singular para la conversación y el disfrute de la gente acomodada de la zona durante los últimos ochentaitantos años, que convivía con los mitos que mejor han aguantado de la II República, la guerra civil y la España de Franco plagada de espías, represión y penurias. Un lugar que creó la inglesa Margaret Kearney en 1931 para que la gente de su clase y cultura pudieran tomar té y pastas en Madrid que, en muy poco tiempo, terminó convertido en la quintaesencia de la comida madrileña tan refinada como estándar: croquetas, micuit de pato, ñoquis de patatas a los cuatro quesos, huevos trufados con patatas, alcachofas confitadas con aceite de oliva, pulpo a la plancha con patatas panaderas, habitas salteadas con langostinos, merluza al vapor con crema de erizos, steak tartar al armañac…
Claro que Embassy no pasará a la historia de Madrid por su carta, sino por detalles como sus insuperables emparedados (que no sándwiches), los filetes tártaros, el delicioso bloody mary y, sobre todo, por sus historias ciertas o inventadas (exageradas siempre) emergidas de entre sus encogidas mesas que terminaron por inundar el barrio y trascenderlo al ser tomadas por la pluma de tanto periodista que por allí pasó, o recreadas por la fantasía de novelistas y poetas.
Su origen británico fue un reclamo para los muchos anglófilos españoles durante la II Guerra Mundial. Entonces la pérfida Albión era un enemigo de igual tamaño que la Rusia comunista. En torno a sus mesas se sentaron toda clase de espías tratando de descifrar las carreras de las mariposas que volaban en la estancia. Las marquesas y las putas (o las putas marquesas que escribió Raúl del Pozo) empedraron sus entrepaños con secretos que, cuando resultaban sustanciosos, eran recompensadas con un choque líquido del mejor polvo de los Andes, que penetraba como una corriente marina de placer bajo la liga de sus tibios y nerviosos muslos.
Más tarde sería la crítica apagada de la ordinariez del régimen de Franco, el aspaviento molesto ante las rudas maneras falangistas y el lamento aristocrático ante la escasez de casi todo. Pero nunca llegó a perder el estilo y se esforzó siempre porque no se cayera de su carta la clase y una cierta distinción. Siendo un refinado local burguesón en el cogollo de la margen derecha de la Castellana, es decir, zona nacional, no perdió nunca el imán que atraía a una cierta bohemia de la pluma y el teatro y, más tarde, del cine y la publicidad. A diferencia de otros lugares distinguidos del gris Madrid del XX, como Jokey, Balmoral o Príncipe de Viana, la izquierda culta se encontraba cómoda en su mesa de desayuno o tomando sus combinados y gin tonic de aperitivo o media tarde. En los últimos años su mito se desvanecía; sin dejar de ser el lugar distinguido, atildado y hasta familiar de siempre, ya no destacaba, no llamaba la atención del nuevo profesional encumbrado, el creador de futuros y el snob. Era solo un clásico.
Sabemos qué ocurre con las frutas maduras en el tiempo del capitalismo rampante y codicioso: se las comen los caimanes o mueren. El lugar es tan apetecible para el especulador como la joven miss para el millonario rijoso. Indemnizarán convenientemente a los cuarentaitantos trabajadores de la plantilla y a otra cosa. Embassy quedará prensada en un puñado de libros y revistas hasta el tiempo de ratas que acabe con ellos y en la memoria frágil de todos los que pasaron por allí.
Los dueños insisten en que el viejo local de la Castellana cierra pero quedan otros dos o tres Embassy en la periferia adinerada de Madrid. Pero es un cuento. Miguel Ángel Aguilar jamás se inspirará en sucursales como la que se abre en vulgares cristaleras chinas junto a la clínica de la Zarzuela, un lugar donde te sirven la ginebra con la cadencia de una meada. El tiempo de las grandes barras y mejores restaurantes desaparece, ahora todo es bulla y música irreconocible.
TERESA MUÑIZ: “En numerosas ocasiones, paseando, asomada a una ventana u observando un objeto, nace en mi la necesidad de detener esa visión. Poseer esa imagen de una manera instantánea y veloz nada tiene que ver con mi trabajo pictórico, pero me sirve de referencia y confirmación de lo que en ese momento me interesa. Esta reflexión viene al caso porque, conversando con Pepe Nevado y celebrando nuestra colaboración tan fructífera que culminó con la publicación del libro Pan Soñado, se me ocurrió proponerle seguir caminando juntos pero en esta ocasión con fotografías. Aquí están”.