En España te pueden meter en la cárcel con relativa facilidad. O al menos los escollos son menores que en otros países democráticos de nuestro entorno. Tenemos las prisiones más pobladas de Europa en números relativos, estando nuestros niveles de delincuencia por debajo de las medias europeas. No siempre fue así. Todo comienza a invertir a finales del siglo pasado y la primera década del presente. Unos medios de comunicación crecientemente alarmistas junto con Gobiernos (Aznar y Zapatero, luego) atentos «a dar satisfacción a la opinión pública de inmediato» de manera precoz, llevaron a endurecer de forma súbita numerosos artículos del Código Penal, que se retoca en decenas de artículos en pocos años, y en la mayoría de las ocasiones todo se concreta con la incorporación al mismo de nuevos delitos y penas más severas.
Sucede así que el delito de opinión en sus múltiples variantes reaparece como la novedad imprescindible. Ya te pueden entalegar por escribir una ordinariez en twitter o ironizar con los sueños de un secuestrado por ETA. También pueden acusarte de humillar a las víctimas del terrorismo por recordar «el viaje espacial» de Carrero, o incitar al odio por tuitear que «el fascismo de Esperanza Aguirre me hace añorar hasta los Grapo». Pero buena parte de estas soflamas, o patéticos encadenamientos de palabras de descerebraos tétricos, no son nada, acaso los restos de ceniza de unas mentes abrasadas. ¿Tienen que dar con sus huesos en la cárcel, además?
Banalizamos el significado de la palabra cárcel de la misma manera que hemos desangrado el contenido de libertad. Una y otra parecen importar poco. Así, privar de libertad a una persona no sería algo diferente al inmovilizado que padecemos en los atascos, en tanto que una temporada en la trena no es más que un tiempo en la sombra a gastos pagados. Se nos olvida con increíble rapidez que hasta en la dictadura de Franco el insulto y la blasfemia se sustanciaban con multas. Y -profundizando algo más- conviene recordar siempre, que el humor, en sus millares de variantes, la crítica, la sátira, el sarcasmo y las innumerables formas de la ironía son los componentes esenciales de esa materia intangible que hace a la persona libre. Encerrar la crítica equivale al encarcelamiento del hombre.
Además (qué patanes son estos impulsores de los delitos de opinión) desconocen que la materia que persiguen con mayor saña por zafia, destemplada y nula carga poética es la más insignificante de todas, la que a muy pocos importa, en la que nadie repararía si los editores de grandes medios de comunicación no la elevarán a titular o la lanzaran al pudridero de la red.
Nadie con talento cae en la torpeza de propalar este tipo de exabruptos que ahora se denuncian. Pero es a esta misma gente a quien repugna más su persecución. Ya les valdría con una buena multa. La sátira de altura, el sublime panfleto están al alcance de muy pocos artistas. Darío Fo y Arrabal los han construido excepcionales, luego, casi nadie más. Animemos a que Fernando Savater o Javier Marías, por ejemplo, lo intenten. Ellos podrían. Sería divertido contemplar qué harían después los señores de las cadenas como remedio universal.
Muy bueno, Pepe, lo suscribo íntegramente. Abrazo.