En las fiestas de Navidad siempre abro alguna botella de gran vino; no tanto un vino caro, sino el más lleno de carácter que encuentre o me recomienden entendidos. Siempre un tinto, a ser posible de autor y de alta expresión, el vino que se bebe a pequeños y lentos sorbos y que no se te desprende de la boca (toda la boca) a lo largo de la comida por mucho que ésta se eternice. España es rica en este tipo de vinos de selección, botellas numeradas o diminutos pagos y heredades. Vinos incluso de cepas prefiloxéricas rescatadas en las tierras más miserables del priorato, los arenales de la monastrell o los perdidos rodales de los confines del Duero y el antiquísimo Toro.
Este año me he pertrechado de dos botellas de Moisés de 2010, un vinazo que parece de antes porque te inunda el paladar con los frutos y los minerales que la historia se reserva para sí. Este vino, no obstante, nos llega de la jovencísima bodega Heredad de Urueña. Un vino, como algunos otros, traído a nuestro recién estrenado mundo de refinamiento y buena mesa por un loco, o sea, una de esas criaturas que casi todo lo que cosecha en la ciudad trabajando como la mejor máquina de vapor, lo dispone para alumbrar una bodega que un día alcanzara a obtener un vino 100. Este hombre se llama José Luis Rodriguez, es leonés, trabaja como una mula (y triunfa) en Madrid y está decidido a derramar lo mejor de sí (incluso sus jayares) en una esquinita de la denominación de Toro para sacar adelante a su Moisés y otros tintos, y abrirse de capa frente a la muralla medieval de Urueña con un majuelo de varietal nacional regado de syrah, merlot…
El color rojo cereza del Moisés no es cualquier cosa. Lo llamamos rojo porque no nos atrevemos a distinguirlo con otra palabra, pues cualquiera no es un poeta para inventar nuevas voces que definan este color único. Cuando uno degusta un vino de esta categoría y tan antiguo, descubre una de las grandes mentiras de nuestro tiempo, esa que se encierra en la frase “España está haciendo ahora el mejor vino de su historia”. Pero no es cierto. Lo propio sería decir que “España recupera algunos de los mejores vinos de su historia”. Porque me resisto a creer que los caldos elaborados por esos monjes asolanados en tantos oasis de Castilla o acantonados en las riberas fértiles de nuestros ríos más verdes, no fueron otra cosa que fabulosos.
Sí, el vino más antiguo para inaugurar el año nuevo (el año chiquito), no deja de ser una buena metáfora de la vida, o quizás una costumbre a la que apenas damos importancia. Porque en mi casa no cultivamos la tradición, o no al pie de la letra. Eso del cordero, las magras y todos hartitos de mazapán de la tierra del bolo, no. Tampoco el tinto para la carne y el blanco para… No. El buen vino baila con todas las mujeres y todos los novicios pelean por él. El vino –o los vinos del estilo de Moisés- son como pequeñas obras de arte que se disfrutan en cualquier momento. Ellos pueden vivir solos y, también, sin que logren molestarle mil compañías.
Así que el vino que da a luz con el dolor más placentero que sabe administrarse mi amigo José Luis, alternará estos días en mi casa con las ensaladas más frescas que pueda obtener (rastrearé en recetarios levantinos, por ejemplo, entrando en la web de Quique Dacosta), con pescado de roca: un pargo a la sal, quizás, y puede que en fin de año acompañe a esas láminas perfectas de un buen bacalao preparado según alguna de las recetas tan limpias de Arguiñano. En mi casa, como pueden ver, la carne sólo se encuentra en el afán (¿amor?) que ponemos en extender el mantel sobre el que vamos a disfrutar de la mesa y la palabra. Y también en el jamón, casi la única proteína animal que entra en la alhacena.
P.D.- Mi amigo y gran periodista ya fallecido, Walter Haubrich, comiendo en casa un día unas deliciosas lentejas con alcachofas que prepara mi mujer, nos contó que en la casa familiar de su Coblenza natal, su padre abría tres horas antes de la cena las botellas de vino que iban a beber en la Nochebuena y las disponía en el alfeizar de la ventana que orientaba al Rin. Decía que las hadas del vino las bendecían. Desde entonces hago algo parecido. Lo que sucede es que yo coloco las botellas mirando al sur, siempre al sur. Quizás algún día logre descubrir el duende que bendice nuestro vino.
Recientemente se ha publicado Pan Soñado, el libro de Pepe Nevado y Teresa Muñiz que reúnes d máe s en este blog desde que comenzaran su colaboración hace ya dos años. La primeracincuenta artículos del periodista y otras tantas pinturas de la artista publicado edición de Pan Soñado se acompaña de un disco grabado en exclusiva porTangoror.
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¡¡¡Feliz Navidad 2015!!! y que cada uno la disfrutemos con un buen vino.
Un abrazo