En la carretera

Foto de Manuel Ángel García
La Horganera. Foto de Manuel Ángel García

Una pata de pulpo a la brasa no es comparable a una pata de cabrito al horno, pero las dos son patas e igualmente pueden resultar deliciosas. Comer es una necesidad, también un placer y siempre una emoción. Cuando domina esta última, incluso nuestros sentidos se achican. El WhatssApp o el Facebook -esos testigos de cargo de nuestro tiempo- llegan a unir tanto en ocasiones que, el sabor de la pata de pulpo sobre salsa de cítricos que comparto con dos amigos en el restaurante griego Mythos (Apodaca, 20, de Madrid), voló hasta los labios de Guillermo, mi querido ingeniero minero que en ese mismo instante apuraba una pata de pulpo a la brasa de roble en La Hornaguera, Ciñera de Gordón, León. Así que gracias a dos recuerdos al tiempo: «¿Que hará Guillermo?» «¿Dónde estará comiendo Pepe?», ambos disfrutamos del mismo pulpo, el de Guillermo bien rollizo y llovido con aceite de arbequina, el mío, más bien terso, rozado por la acidez adictiva del naranjal.

Después de la experiencia nos hemos conjurado, vía redes, para intentar convertir nuestro verano en la carretera en un juego de búsquedas culinarias al borde mismo de los caminos, y contarlo luego. Este festejo de sabores emocionados se inició en el mismo instante en que adornó la pata de pulpo a la brasa con este párrafo: «Este restaurante está al lado de uno de mis pueblos, Santa Lucia, tierra desbastada por las políticas energéticas de la UE y los sucesivos gobiernos PP-PSOE-PP (…) Cerca, a 14km, en Carbonera, mi otro pueblo, a mitad de camino, en Geras, se encuentra el restaurante Entrepeñas, allí se pueden comer hasta 19 platos exclusivos, algunos inigualables, con un vino propio elaborado con tempranillo de la milla de oro».

Ahora que incluso podemos echarnos a la carretera sin prisas agónicas, sería un hermoso disfrute husmear en los rincones con sabor apostados en el costado mismo de nuestros modernos ríos de asfalto. Abriéndonos al tan tan de las redes, escuchando la experiencia del amigo o conocido o, en último extremo, rescatando de la guantera la vieja guía de restaurantes, podemos calmar nuestras papilas en el lugar más inverosímil.

Es verdad que el restaurante de carretera tiene una merecida mala gana, pero también es cierto que serpenteando dos curvas de olivar o vadeando un breve castañar, es posible encontrar ese gazapo a las mil yerbas inolvidable o esa trucha que creías desaparecida en la descripción que hizo de ella Luis Mateo Díez en aquel libro. También puedes catar el vino del lugar «hecho a mamo», que sabe a cava medieval y tiene ese color a robado por la luna a su paso. Y no digamos la sorpresa que nos traerá ese dulce con adn fosilizado por el tiempo y aquel licor clandestino que todavía sale a chorro por el alambique de cobre que fue una joya del siglo XIX.

Pero también encontraremos tesoros modernísimos bajo un portalón rural de ladrillo y vigas de pino tan firmes como agrietadas y pálidas; rincones iluminados con tanta pasión como esfuerzo por jóvenes emprendedores que, después de dar mil trastazos por escuelas, restaurantes, hoteles y barcos de crucero, echan ancla (provisional) en las calas más remotas confiando en que una marea benigna los haga subir como globos de helio al firmamento de internet. Lugares, en fin, cargados de tamaña esperanza los vemos tanto en los parajes recónditos de los ancares asturianos, que antes fueron cuadras, como al abrigo de un corralón manchego.

He comido paella de conejo y caracoles -ahumada de hinojos- en un chambao iluminado sobre un pedregal desde donde el dueño señalaba con el dedo: «Aquello es el Mongó«, y disfrutado de un lomo de corvina al zumo de la cereza en un restaurante insólito perdido en el barrio obrero de La Fuensanta, en Córdoba.

Hay millares de remansos con esta calma en España, lugares donde la memoria, la tradición y también el atrevimiento y la ruptura, dejan lo mejor de nosotros en una ensalada, un guiso, una carne al carbón, un sueño creado por unas pinzas o la conversación cálida de la partida.

 Tenía toda la razón el crítico y gran comilón Néstor Luján cuando escribió que el mejor restaurante es el desconocido que te sorprende. Hay muchas de estas sacristías paganas escondidas y salpicadas por nuestro pais. Tenemos que disfrutarlas.

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