La verdad es que todo empezó con la sonrisa muy especial de la chica morena del restaurante cuando traía la cerveza del aperitivo. Una sonrisa difícil de explicar en palabras, aunque de imborrable dibujo. Su mueca bellísima y joven transmitía un millón de mensajes: buenas tardes, gracias por venir, espero que lo pasen bien, ahora empieza todo… que bañaron mi ánimo durante toda la tarde. Y sí, su bienvenida callada de perlas y rosas apagadas en la boca, fue el preludio de una agradabilísima comida.
No es la primera vez que me ocurre algo parecido. Son frecuentes los recibimientos de camareros que te abren a grandes momentos de comidas y copas felices. Removiendo un tanto la memoria retornan nítidos los ojos de águila bienhechora del camarero sevillano de la barriada de El Tardón. Era otoño temprano, era sábado al mediodía y se movía el dinero. El local, mitad barra, mitad patio a cubierto de un cañizo pardo, estaba atestado, pero sus ojos -padres del brillo- me asaltaron desde el fondo con una pregunta afirmativa: «¿Cuatro cañas, verdad?» Asentí con la mirada, y al instante se movían entre las cabezas y las manos de tantos cuatro rubias voladoras y un plato de navajas: «Esta ración la pago yo, las siguientes a cinco euros». Cayeron varias.
En el fondo mismo de la tratoría antiquísima de Nápoles -aunque modernizada con el gusto que sólo tiene el ojo del artista- los camareros aparecen, rubios y morenos, tarareando muy bajito, casi musitando, canciones populares italianas. Sorprende y ensancha el ánimo oír tan rítmicas, pegadizas y cálidas voces llenar un espacio que es una bóveda de cañón desprendida de alguna sala vaticana, aunque tapizada de cortinajes barrocos y aromada de alcachofas voladoras como bocados de leche que buscan el paladar más ansioso. Las notas vocales tan sencillas de aquellos chicos se transforman en mínimas salsas jugosas que hacen de sus pastas bocados imborrables. (Ah, la salsa napolitana).
En un caserío próximo a Tolosa, entre obras de la autovía próxima y los barros que producen las suelas de las grandes máquinas, nos recibe ella con una sonrisa en su cara color de manzana y un vaso de leche en cada mano. «Es de Fabiola, acabamos de ordeñarla, aún está tibia». Esos dos sorbos de leche son de leche y el principio de toda la mítica de la buena leche: la nata, el requesón, el queso de los miles de matices… Un mantel de cuadros, el chacolí en la cubeta con agua del tiempo y los dos cogotes para entrar en el horno. ¿Puede ocurrirnos algo que no sea maravilloso en casa de Naiara? Imposible. A modo de tarjeta para el recuerdo, nos trae dos botes de mermelada de fresa hecha por ella. De esa manera descubrimos que el sol también se suelta a gusto por los valles del Goyerri.
Nos ocurrió en el tabanco jerezano de El Pasaje, un local en el que han quedado encapsulados los años veinte del siglo pasado. El gitano, entre la penumbra de la media tarde a cubierto de la solanera, nos llama: «Está cerrado, pero ya que han entrado sin violencia…». «Estábamos curioseando… No somos de aquí». «Ya veo, ustedes son payos de Madrid p’arriba. ¿Qué quieren?”. «Bueno…». Abrió las hojas de un ventanal y la luz entró como un torrente bueno. Luego nos puso dos copas de amontillao ordeñadas de una cuba. «¿Unas almendrillas o unas rajitas de chorizo?». Se arrancó a contarnos historias de El Pasaje, que va para el siglo. Una hora más tarde salimos borrachos y felices a las calles como calderas de Jerez.
La chica del restaurante Mama Campo, con el regalo inmenso de su sonrisa, removió estos y otros muchos recuerdos dichosos del ya muy largo trajinar por comedores, terrazas y porches con olor a ajo y manchas de vino en las tarimas. Además, en este local chiquitito y mimado por la originalidad de su decoración, se comen francamente bien sus productos naturales y ecológicos. Son especiales sus carrilleras y la dorada y las planchas de verduras (los puerros uuuuhhhmm). Es toda una sorpresa. Cuesta reservar. Otro de sus camareros, simpático y acogedor, lleva coleta a lo Pablo Iglesias. Cuando la restauración va de aquella manera, da gusto comprobar que a algunos les marcha bien. Mama Campo es algo así como el Podemos de los fogones: un éxito. Seguro que en el talismán de la sonrisa de la camarera morena está parte del secreto.
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