Fresas Guerreras

Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel 34 cm x 48 cm Año 2007
Fotografía: Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel 34 cm x 48 cm Año 2007
Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel 34 cm x 48 cm Año 2007
Teresa Muñiz. Acuarela y temple sobre papel 34 cm x 48 cm Año 2007

Ahora podemos comer las fresas durante todo el año. La fruta, incluso la más frágil como ésta, vuela por todos los rincones del mundo con la naturalidad de la luz. Sin embargo, es en marzo y abril cuando tenemos en España la fresa, o frutilla, crecida a modo, más rica y barata. A mi gustan las pequeñas, esas que se comen como un beso y crecen fuera del plástico o, traviesas, se escapan de su capa protectora. El relente de su espalda, que luego quema el sol, las endulza y les presta esa paletada de color que mi amiga Teresa llama fresa-fresa. Es la única fruta de la que distingo su coloratura en la boca. Y también la más brava.

Verán. La fresa española va unida a la batalla, la confrontación y el choque. Y también a la victoria. Su extensión por los mercados y su conocimiento masivo arranca a finales de los setenta cuando un puñado de onubenses zumbaos comienza a arrancar jarales, pinos !y hasta alcornoques! para plantar en su lugar fresas tempranas bajo plástico que pudieran competir con las uvas de levante en Europa y por Navidad. Esas fresas pronto entrarían en guerra con Francia, con sus políticos, agricultores y gendarmes. Se las veía como la vanguardia amenazadora del campo español, «una inundación extratemprana» que bañó los informativos de televisión. Sus primorosas cajas – como praderas para Caperucita -, volaban por las autopistas gabachas violentadas por el miedo que acompaña a todo fruto prohibido. Y así un año tras otro hasta que, pasadas doce o catorce temporadas, el cansancio y los juegos de muñeca de políticos (ya se sabe, fruta por trenes, o algo así) desvanecieron la amenaza de los caminos del norte y la fresa entró en los viejos mercados de centroeuropa como la cerveza en las tabernas.

En España tuvo que hacer frente, al tiempo, a otro tropiezo extraordinario. ¿Recuerdan el aceite de colza adulterado y sus tragedias, miedos y enconadas batallas políticas? Pues antes de que se desembozara a este aceite como agente de la tragedia, alguien lanzó que el veneno asesino podría estar en las fresas. No recuerdo si quien hizo correr el bulo fue un médico ofuscado o un holandés errante, pero lo cierto es que hundió a los fruteros durante semanas al hacer caer sus precios hasta cantidades ridículas (¿dos, cuatro pesetas el kilo?) En esta circunstancia, ¿quién era el valiente que las comía?. Mi mujer y yo (y los vecinos que quisieron). No nos cabía en la cabeza tamaña estupidez. Descubrimos todas las maneras que nuestra imaginación de entonces, año 81, nos indicó para comerlas. ¿Las cuento? Quizás, no. Usted las conoce y, además, mancho un espacio de pantalla muy escaso. Sólo recordaré una: fresas cortadas – tres trozos por pieza – con un buen chorreón de vino tinto. Mmmm.

Descartado que las fresas fueran el agente de la muerte, todo volvió a su cauce poco a poco. Y la frutilla se quedó ya para siempre en mi casa. Y alguien más con ella: un periquito azulón asustado y hambriento que una de aquellas mañanas entró por la ventana del salón. También él fue víctima del pánico. Otro «entendido» había proclamado por televisión que el mal pudiera estar siendo transmitido por los pajarillos enjaulados. El Paseo de Extremadura se cubrió, entonces, de píos alborotados y en pánico. Morrión, que así lo llamamos, pudo huir de aquel festín de gatos y carpantas.

No serían estas pruebas – dignas de un joven indio aspirante a jefe de la tribu – las más últimas que tendrían que superar la fresa, sus cultivadores y comercializadores del sur. Otras más difíciles habrían de llegar. Los holandeses se metieron en los laboratorios y llevaron la frutilla al mercado incluso antes que ellos, los franceses tiraron de veterinarios y biólogos para ponerles fronteras y los alemanes pedían todo tipo de certificados y permisos. En Bruselas el lobby agrícola los quiso estrujar con su bota pero…Ahí están, un triunfo de la agricultura patria.

No obstante lo anotado, me quedo con el pequeño refugio para las fresas de mi amiga Lola. Unas pequeñas raíces silvestres, un gotero distraído y su mano traen las mejores fresas del mundo. Chiquititas. Parecidas a protuberancias excelsas del mejor pecho de mujer. A partir de ahora, y hasta que el sol de julio lo desborde todo, mis frutas del bosque saben únicamente a fresas de Lola. El arroyo está cerca y los pájaros no atacan.

TERESA MUÑIZ es asturiana pero hecha en Madrid, donde estudio en laEscuela de Bellas Artes de San Fernado, y vive. Crea y enseña pintura desde siempre. La abstración, el color, la determinación y el misterio son los puntales de su obra. Admira algunas de sus pinturas en su web.

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