

Que un dictador huya es siempre una buena noticia. Ojalá menudearan este tipo de scoop pero no ocurre así. Los dictadores continúan imponiéndose en todo tipo de latitudes de la tierra y, de manera creciente, comienzan a dejar en el poder a sus herederos así que entran ellos mismos en decrepitud. Pero hoy disfrutamos de la escapada del dictador tunecino Ben Ali. Con su escaqueo súbito e inesperado ha hecho posible que un reguero de esperanza se cuele por la piel de tantas almas dominadas en la milenaria Tunicia, y que desde el valle del Nilo hasta los montes del Atlas, pasando por la Khabila, millones de jóvenes atascados en esa jaula que es su presente, acaso sientan que la libertad no es una quimera. Una vez más la historia (¿o se llama azar?) sorprende a todo el mundo.
Es muy probable que ni siquiera el muy fino servicio secreto francés hubiera advertido a tiempo la salida de najas de Ali. Pero ha ocurrido lo mejor aunque nadie lo esperara. O sea, que en el país vecino deberían de sucederse no pocas desavenencias, no ya entre la familia dictatorial y el pueblo, que eran evidentes, sino en el seno mismo de la cúpula de poder. Llama la atención que los jóvenes vitoreen a los soldados y que de entre estos no haya surgido un grupo de pretorianos que irrumpiera en la plaza para escenificar una última mascarada de desafío armado. Así pues, los cimientos de la dictadura deberían estar bien podridos. Lo comprobaremos muy pronto. El test nos lo dará la facilidad o no con que los aires de libertad hoy en las calles penetran mañana en los palacios. En todo caso, y mientras observamos cómo se recoloca la sociedad tunecina tras su terremoto político, disfrutemos del hecho de que un pueblo expulsó el pasado viernes a su dictador. Pues no solo se contagian los virus, también las buenas noticias.