Tomates fríos

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

En el restaurante me servían una ensalada de tomate frío, recién sacado del frigorífico, sin pelar y tieso. No es la primera vez que me ocurre, pero sí es la primera que le pido al camarero que se la lleve, que así no se ofrece el tomate jamás, que la gloria de esta ensalada está en que el “colorao” tenga la temperatura ambiente, esa que le presta dos o tres días, junto a varios compañeros, en un cuenco en el lateral de la cocina, en la despensa aireada o en la fresquera que le regala el vierteaguas de la ventana. Me mira con sorpresa y un punto de asombro. “Disculpe, ¿lo ha probado?” “Claro”, respondo en buen tono. “Quiero decir si está bueno.” “Pues no, un tomate helado es un arañazo en el paladar, un bajonazo a un buen toro”. Me trajo en su lugar unas borrajas salteadas. Deliciosas. Ya empiezan a verse. Caras. 

Pero no quiero perderme, iba de tomates esta nota. Porque se ha creado demasiada literatura tonta y embustera sobre el tomate en los últimos años. La más extendida, y por tanto la más imbécil, es esa que se recita como si fuera un mantra de Podemos: “Ya no hay tomates como los de antes”. Pues claro que los hay; vayamos a la huerta del abuelo Justo. Y aún mejores: demos una vuelta por un buen mercado. El problema es el precio, pero eso ocurrió siempre: lo bueno y lo escaso siempre se paga. Ítem más, un equipo científico de la universidad de Valencia (me hice eco del hallazgo en un artículo hará como dos años) dijo haber probado, y anunció, que había descubierto las moléculas que guardan la esencia del sabor del tomate de pueblo y que inocularían al tomate de invernadero.

Así que comemos tomates muy buenos, buenos, regulares, malos y los insulsos de pera. Y la mejor manera de disfrutarlos son solos y bien aliñados o en ensaladas con pocos y escogidos compañeros. Porque el tomate es muy suyo; necesita de pocas ayudas y menos si estas le llegan de otros productos con ínfulas. El ajo no le gusta para colega, no liga con él, le pica, le estorba, le cabrea en definitiva. Tampoco congenia con el pepino; no le gusta “el agua con pretensiones de ginebra”. Se deja querer untado en miel y sobre todo enterrado en el gazpacho. Ah, se me olvidaba: y con yogur. Tampoco gusta de la compañía de la cebolla brava. Habrá que macerarla o partirla y dejarla en agua fría hasta una hora o más para que expíe su pujanza.

El buen tomate precisa de pocos condimentos y menos escoltas para acariciarnos el paladar como un campeón. Traigo los esenciales. Aceite de oliva, siempre. Cualquier otro le trastorna el carácter, difumina el recuerdo que tenemos de él en nuestro paladar remoto. Lo suyo es aceite picual intenso y oloroso. Su encuentro provoca una disputa creativa entre iguales que siempre concluye en tablas y en paz. Aunque ahora se pregona demasiado la bondad del aceite de arbequina joven, ese que ha puesto de moda el supermercado dominante, y eso pesa. Pero el aceite de la oliva mínima que parece de laboratorio sabe a manzana:  la “ponme grasse” . ¿Es imaginable una ensalada de tomate con manzana? 

 

Cortado en rebanadas

 

Sal. Cualquiera menos la molidita yodada. Precisa de una sal en forma, que salte, que destaque sobre el rojo. Aunque para mi gusto, mejor la sal en escamas pues al tropezarla con la lengua nunca molesta. Claro que es más determinante la forma en que lo troceamos con el cuchillo (ya lo digo: afiladísimo, pues no existe peor ensalada que la de tomate atropellado y reventado). El que mejor sabe es el cortado en rebanadas, aunque prefiero el que viene en gajos o trozos irregulares pero que todos tienen el volumen justo de un bocado. (Este mes de agosto, Jose, en su restaurante La Casa Del Pozo, troceó uno tan inmenso que detuvo los demonios que acudían para reventar nuestra conversación). Abunda también el preparado en tacos y pelado. Me gusta menos, en pocos minutos se ablanda como la mantequilla.

El vinagre. ¡Oh, el buen vinagre! Divide a la afición como la política. En el restaurante medio y de trote ha desaparecido; a lo sumo es sustituido por el limón o similar. Pero nos perdemos algo mágico, un sabor diferente y único. Mi amigo Joaquín (cocina mayor la suya)  sostiene que una ensalada como dios manda no alcanza la excelencia sin su chorrillo de vinagre de rigor: “ ¿Es imaginable una procesión del Corpus sin el sahumerio del incienso?”

¿ Y qué le cabe a la ensalada de tomate para que aguante bien? El encurtido, la alcaparra en especial; las aceitunas negras y la buena conserva de pescado pero sin exagerar. Combina con el morrón capado y carnoso cortado muy fino. Aunque su penúltimo gran compañero es el aguacate en su punto; ese que se corta con el cuchillo sin que manche la hoja o dibuja las agujas del tenedor cuando lo atenaza por su mitad.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

Un comentario en «Tomates fríos»

  1. Pepe hijo, que bonito escribes. Te sale el poeta hablando del tomate, ¡me encanta!, pero he echado de menos una alusión al salmorejo, ese tomate rojo, maduro pero no blando, con su buen aceite de oliva y pan candeal…¿no te relames?
    Espero el siguiente.
    Abrazo
    Aurelia

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