
Sal, grasa y azúcar se han convertido en pocos años en los principales enemigos del mundo, o del ser humano para ser precisos. No son la bomba atómica, el paro, la desigualdad, o esas aves de rapiña que se vienen quedando con el poder del mundo, ya sea en Moscú, Pekín o Washington. Pero matan más.
El miedo llega por nuestros niños obesos (más del 40% de los críos españoles están fondones), las cardiopatías galopantes, con sus secuelas de hipertensión e infartos, y la diabetes que corroe las entrañas sin que nos enteremos hasta que una mañana despiertas medio ciego, o te derramas sobre la alfombra por causa de un súbito coma.
Y de todo ello son responsables principales eso que llamamos alimentos: qué comemos, o mejor dicho, qué nos dan de comer barato. También, claro, está nuestro modo de vida sedentario y estresado que el deporte, tan promocionado, no logra liberarnos de su ronzal. Por tanto, se persigue aquello que comemos con la ferocidad que nos empleamos en estos últimos tiempos con el disidente o aquel que creemos enemigo: prohibiendo y apaleando.
Así que hemos puesto en solfa a millares de productos y preparados que nos alimentan. A excepción de la fruta y la verdura, todo está bajo sospecha. La carga sobre fabricantes, vendedores y autoridades -primero sanitarias y ahora todas- es tan creciente y agotadora que al menos Europa ha decidido revisar los componentes de miles de preparados alimenticios para raspar de ellos equis porcentajes de esos venenos.
La primera gran discrepancia apareció al abordar la manera de llegar a obtener esos nuevos productos: mediante leyes o por autorregulación de los sectores tutelados por las administraciones. Tras no pocos tira y afloja se impone la recomendación de Bruselas: autorregular. Francia, Alemania, Holanda, Bélgica… ya tiran por esa cuerda. Y ahora España trata de llegar a un acuerdo de autorregulación similar. Se comenta que son 3.500 productos básicos en la cesta de la compra los que reformularán sus contenidos: lácteos, bollerías y galletas, derivados cárnicos, aperitivos, refrescos…
Pero a este posible acuerdo con Sanidad se le tirotea “cuando el pájaro no ha arrancado a volar”. Los nutricionistas de guardia en las redes denuncian que la reducción de porcentajes de la tríada maligna es ridícula, entre el 3,5% y 17%, según fórmulas y productos, y que la administración de cobertura a un engaño.
Y sí, parece un tanto risible apuntarse como gran mérito la reducción de un 3,5% de azúcar en flanes y natillas o de un porcentaje similar de sal en numerosas salsas. Pero al sector integrado en la cadena alimentaria le parece suficiente, un gran esfuerzo que habrá que continuar en años venideros.
Presión pública
El problema es que no parece que la autorregulación vaya a amansar a la fiera de la opinión pública que alimenta las redes sociales y que achanta a los gobiernos. Sin ir más lejos, Francia anunció hace unos días que en 2022 no permitirá la venta de huevos de gallinas enjauladas. Y lo comunica escaso tiempo después de haber llegado a acuerdos con los sectores implicados. Se piden por tanto leyes, leyes severas que acoten la composición de los productos, fijen sanciones y utilicen la fórmula del impuesto para aquellos que persistan en la venta y publicidad de alimentos o bebidas contaminados por los ingredientes del mal.
Y no son pocos los fabricantes que piensan que sería mejor ir a leyes, incluso severas, con plazos razonables de aplicación, que insistir en pactos sectoriales que tumban la crítica feroz en poco tiempo generando inseguridad permanente en multitud de sectores productivos.
En esta fenomenal batalla económica, a propósito de las demandas algo infladas del nuevo consumidor, la dimensión de las empresas y la adaptación a los nuevos gustos y exigencias sociales (que también son ideológicas) tiene un valor decisivo. Encontramos no pocas empresas que, por ejemplo, llevan años trabajando en alimentos y bebidas sin azúcar y que han conseguido el producto ¡guau!, mientras, de otro lado, los señores de las natillas no saben cómo hacerlas ricas con edulcorantes o similares. Este es el quid de casi todo.
P.D.- Cuando hace más de tres lustros explosionó la fiebre de la cerveza sin alcohol, a la mayoría le pareció horrible su sabor. Pero los fabricantes dijeron que corregirían ese problema pronto. Pasaron los años y ese tipo de cerveza sabe casi igual que entonces pero, eso sí, se bebe masivamente. Como el whisky, ¿no sabía a matarratas? Quizás sí, pero hace feliz (y entrompa) a millones de humanos en todo el mundo.